jueves Ť 8 Ť noviembre Ť 2001
Soledad Loaeza
A la Poncio Pilatos
una de las primeras consultas populares que registra la historia fue la que organizó Poncio Pilatos, que dejó al pueblo decidir entre un ladrón y un hombre justo quién debía ser liberado. Todos sabemos a quién salvó el pueblo, y no hay duda de que se equivocó. Poncio Pilatos no es recordado como fundador de la democracia, sino como el hombre que se lavó las manos, y que antes de incurrir en la furia popular estuvo dispuesto a aceptar una decisión a todas luces equivocada. Así nuestros gobernantes de hoy rehúyen la responsabilidad que adquirieron cuando fueron elegidos y se niegan a tomar decisiones, lo cual es lo mismo que decir que no quieren gobernar. Rehenes de una opinión pública que es, casi por definición, inconstante, pero que además está mal informada e insuficientemente educada, el jefe de Gobierno de la ciudad de México y el Presidente de la República oscilan entre la hiperactividad del buscador de popularidad y el inmovilismo que les inspiran los inevitables costos que acarrea cualquier decisión.
Andrés Manuel López Obrador y Vicente Fox tienen en común más de lo que les gustaría admitir. Es cierto que más allá de las filiaciones partidistas todos los políticos se parecen, por lo menos en su ambición por el poder. López Obrador y Fox además coinciden en su dependencia del aplauso popular, que parece tener sobre ellos el mismo efecto que una pastilla de éxtasis en el ánimo de un adolescente reventado. Para ambos las encuestas de opinión se han convertido en una auténtica adicción, de ahí que les aterrorice la posibilidad de volverse impopulares, de ahí también su conflictiva y contradictoria relación con los medios, que no siempre coinciden con los grupos de enfoque que son su estrella polar. El problema de la adicción al apoyo popular que comparten López Obrador y Fox es que, como todas, es autodestructiva, pero lo peor es que sus efectos perjudiciales los sufrimos todos los mexicanos.
La contradicción entre la hiperactividad y el inmovilismo que caracterizan a López Obrador y a Fox es sólo aparente. En realidad la primera explica la segunda. A estas alturas del partido uno y otro sabe que una decisión de gobierno siempre tiene costos porque la adopción de una solución para resolver un determinado problema implica descartar otras possibilidades. Cuando un gobernante se inclina por una opción frente a otra también está favoreciendo a quienes la apoyan, frente a quienes proponían algo distinto. En muy raras ocasiones los perdedores aceptan que los ganadores tenían razón o que su propuesta era mejor, pero no se enojan nada más con ellos, sino que también se molestan con quien tomó la decisión. Esto es justamente lo que aterra a López Obrador y a Fox. De ahí que les cueste tanto trabajo tomar una decisión.
Para eludir la amedrentadora responsabilidad de gobernar, López Obrador con aburrida terquedad ha recurrido a las consultas públicas. Ninguna de las ya muchas que ha organizado ha tenido éxito. Para cubrir un mínimo de asistencia ha contado con el apoyo del PRD de la capital, pero aun así sus consultas -que llama referéndums- han registrado unas tasas de participación tristísimas, y sus resultados siempre han sido previsibles: es de esperarse que los perredistas movilizados voten por la propuesta de su líder. No obstante, para López Obrador lo importante de estas seudoconsultas es que le proporcionan la coartada perfecta para no gobernar; por ejemplo, si se le reprochan las consecuencias nefastas de su pleito con el horario de verano, siempre puede contestar: "yo no fui, así lo quiso el pueblo", que es lo mismo que decir todos y nadie a la vez. Ahora otra vez ha anunciado que organizará una consulta popular a propósito del aumento propuesto al precio del Metro. No obstante, en este caso la consulta será telefónica, probablemente porque algún encuestólogo genial lo convenció de que así podía asegurarse una tasa de participación más o menos decente. Los resultados de esta nueva consulta también son previsibles: primero, habrá más participación; y segundo, la mayoría dirá que está en contra del aumento propuesto, por las mismas razones por las que nadie quiere pagar más impuestos. O tal vez no. Quizá López Obrador se ha vuelto tan maquiavélico y organiza esta consulta porque sabe que en la ciudad de México la mayoría de los usuarios del Metro son los más pobres, que son también los que no tienen teléfono. Entonces quienes respondan a la encuesta no serán los usuarios, sino otros habitantes de la ciudad a quienes el precio del Metro no les afecta; por consiguiente, es posible que en lugar de razonar conforme a sus intereses inmediatos, piensen en términos más generales y acepten que el mantenimiento y buen funcionamiento de ese transporte requiere de más recursos que pueden obtenerse vía incremento en el precio del Metro. Cuando la clientela popular de López Obrador le reclame el aumento siempre podrá decir que no fue él, sino la mayoría quien así lo decidió. El jefe de Gobierno de la ciudad quiere ser presidente de la República, pero tendría que recordar que la carrera política de Pilatos fue más bien corta y que de él sólo quedó aquel gesto de lavarse las manos, que no es precisamente el epitafio de un gran hombre.