miercoles Ť 7 Ť noviembre Ť 2001
Luis Linares Zapata
República y cambio
El presidente Fox se hizo del Poder Ejecutivo montado sobre dos premisas que, al paso de las horas, resultaron endebles o falsas. Una le presentaba el cambio a golpe de esquina, a la distancia de un soplo de voluntad, instantáneo, alcanzable con fórmulas empresariales simples pero, eso sí, ejecutado por gente con buenas intenciones (un equipazo). El inevitable finiquito de la transición por la recta vía de presentar su bono democrático ante la comunidad mexicana e internacional. La otra se sustentaba en un sentimiento de euforia en las propias capacidades, probadas para imponerse tanto a su mismo partido, el PAN, como a la arraigada (pero caduca) maquinaria del priísmo que ya, por otra parte, una gran zona de la ciudadanía rechazaba.
Al aroma del éxito, clave en la contienda electoral, lo complementaba la confianza en alardeados poderes de persuasión, en la habilidad para entrar en contacto directo con el electorado a través del uso, con método o sin él, de los medios masivos. Once escuetos y movidos meses han bastado para dar a tales supuestos ubicación precisa. Ni los poderes de persuasión presidencial son abarcantes, ni tampoco se estiran más para allá de precarios límites.
El cambio, por su parte, para que se concrete en costumbres colectivas o instituciones plurales, justas y firmes, tiene que provenir de minucioso esfuerzo cotidiano y, sobre todo, de afinada visión de Estado. Nunca como resultante de decisiones incompletas, superficiales o timoratas que dejan intocados a los actores de la previa descomposición, que encubran sus complicidades y respeten los mecanismos en que basaba su accionar. Menos aún se aseguran las penosas transformaciones con torpes giros de lenguaje, veleidades de celebrity, liderazgos "de sociales" o con gracejos y "boberías" como las que se han deleitado en exhibir, a diestra y de nueva vez.
Los referentes clave que dieron justificación y contenido al programa inicial de gobierno han cambiado de tal manera que hacen irreconocible la actualidad y nublan el futuro. La recesión se enseñoreó no sólo de México, sino también de los socios del TLC y el mundo. Los más optimistas pronósticos auguran más tribulaciones: para 2002 un crecimiento de 1.5 por ciento y, si bien va, 3.5 por ciento para 2003. Es decir, tres años, la mitad del sexenio, con una economía estancada.
Se atravesaron también los atentados terroristas del 11 de septiembre y, aunque muchos lo hicieron a regañadientes y tarde, se ha terminado por aceptar que también lo fueron contra los mexicanos, los de aquí y los de fuera. El Congreso ha ido ajustando sus balances de distinta manera a como se los querían imaginar desde las atalayas del Ejecutivo federal. Por último, para complicar más los asuntos, y como venido de la más oscura de las deformaciones de un sistema, se asesina a una defensora de los derechos humanos, Digna Ochoa y Plácido que lanza reverberaciones poderosas hacia fuera y dentro del país.
Con modificaciones sustanciales del entorno como las arriba enumeradas, el Ejecutivo y, en menor escala, el Legislativo, se ven forzados a un replanteamiento integral de sus estrategias y a modificar la manera de sus propios quehaceres.
Es urgente que la cúspide decisoria reúna sus energías, acopie recursos y revitalice la voluntad política para rencauzar al gobierno por la ruta que tales restricciones imponen. No es posible resistir, en un país como México, con sus injustas carencias y necesidades, un trienio de agobios económicos de la magnitud esperada sin graves trastornos.
El Ejecutivo quedaría sujeto a un voraz e inclemente deterioro que mermaría, ahora sí y hasta grados no vistos, su capacidad para gobernar. Se impone, por tanto, un plan emergente y audaz de austeridad republicana que permita capear la tormenta y el desencanto. Uno que repliegue a la administración Fox hacia el trabajo meticuloso, implacable, de ajustar cuentas con el pasado, aunque sea un tanto tardío (comisión de la verdad); a darle continuidad a la tarea pendiente de renovar al Estado; a concentrarse en conseguir ingresos fiscales, sobre todo imponiéndole al capital una contribución adecuada. Hay, aunque sea sólo como señal solidaria, que ajustar los salarios a funcionarios de altos vuelos. Adentrarse en los vericuetos del IPAB-Fobaproa para limpiarlo y disminuir el insoportable y creciente costo de esa deuda que maniata las finanzas públicas. Canalizar recursos y talento organizativo hacia las pequeñas y medianas empresas y a la industria de la construcción para reanimar la producción sin alentar las compras externas. Meterse de lleno en destrabar los nudos gordianos que imposibilitan el desenvolvimiento de la educación y, primero que todo, desazolvar la administración de la justicia y las agencias de seguridad nacional. Y todo esto hacerlo sin valentonadas acusadoras, sin bailes de caridad ni verborrea, y sí con discreta, republicana mesura.