Ť Una auténtica corrida de toros, con trapío y transmisión pero poca fuerza
Exitoso debut del diestro jerezano Juan José Padilla, ante dos bravos toros de Rancho Seco
Ť Se despidió el subalterno Leonardo Campos Ť Manolito Mejía desperdició al mejor
LUMBRERA CHICO
Con una cornada en la garganta y otra en el hombro izquierdo, con una sola corrida en México y una intervención quirúrgica en España, que pospuso para venir a hacer lo que hizo, ayer debutó y confirmó su alternativa de matador de toros en la Monumental Plaza Muerta (antes México) el andaluz Juan José Padilla, que le cortó una oreja al segundo de su lote y perdió otra al pinchar a su primero. Pero el gran triunfador fue el ganadero Sergio Hernández Rodríguez quien, módica corta a los hombres del callejón, fue sacado en hombros al término de la segunda función de la temporada menos chica 2001-¿2002?, en premio por la bella estampa de los seis toros de Rancho Seco, que en general ayudaron a enterrar una vez más a la gorda momia de Manolo Mejía y descalificaron al tlaxcalteca Uriel Moreno El Zapata, a quien se le fue crudo el último del festejo, que era estupendo.
Fue una tarde, básicamente, de detalles. El primero de éstos, y por cierto muy enternecedor, corrió a cargo de Mejía, quien llegó al sorteo acompañado de su esposa y de su bebé recién nacido, y como no traía apoderado, utilizó la mano del neonato para que extrajera la bolita de papel que reunía los nombres de sus astados. En recompensa, brindaría la muerte de su primero a su retoño, pero ni así consiguió sacudirse el peso de los años, de los kilos y de la plácida conformidad.
Terminado el paseíllo, el subalterno Leonardo Campos se cortó la coleta después de 33 años de servicio. Para auxiliarlo en el amargo trance lo escoltaron sus tres hijos hasta el centro del redondel, donde se hincó en la arena al tiempo que sus vástagos le desprendían el añadido. El aficionado Pepe Espinosa, mejor conocido como El Colorado, le obsequió cuatro blancas palomas mensajeras que se elevaron por los nublados y gélidos cielos de Mixcoac para volver a su querencia, allá donde ésta quedara, en regocijo de corucos.
Fusilero II o la belleza
Padilla recibió de hinojos con una larga afarolada a Ciclón, de 502, un cárdeno oscuro que salió rematando en tablas, peleó con fiereza bajo el peto del caballo, se dejó decorar el morrillo por los tres espadas y embistió con largueza aunque pronto se quedó sin gas. El andaluz le caminó con elegancia por la cara y lo toreó con planchados muletazos por ambas manos, marcando los tres tiempos y gustándole en suma a propios y extraños. Malo fue que lo pinchó porque ya tenía la oreja en el bolsillo.
Con Fusilero I, un negro zaino de 555, Padilla clavó el par del violín, caminándole al bicho en los medios, y luego lo embarcó en la muleta con la izquierda, sosteniendo la franela con el pico del ayudado, en una serie de pases de mucho aguante que enardecieron a la galería. Porfió por este flanco hasta que el animal perdió el empuje. Propuso entonces una serie de manoletinas, citando de largo y exponiéndolo todo, a la Raúl Ponce de León, para acabar de conquistar a la congelada parroquia. Asistido por El Mangui, su peón de confianza, hundió el estoque un tanto atrasado pero hasta los gavilanes. Y aunque el bicho se amorcilló y lo remató de un certero descabello, la gente exigió y obtuvo la oreja, con la esperanza de volver a ver al andaluz.
Pero si algo conmovió a la parroquia fue la estampa de Fusilero II, hermano gemelo del anterior, un toro de morrillo voluminoso y enchinado, muy alto de agujas y muy hondo de caja, preciosamente recortado, con la badana colgándole a la altura de las manos, que era la más aproximada representación de un pavo esponjado y orgulloso, y que tenía la suavidad y la fijeza para que Mejía le cortara el rabo y lo situara en la inmortalidad. Pero el ex maestrito, que estimulado por la presencia de su bebé se había acordado de su arte ante el segundo del encierro -Centinela, de 505, un castaño de medida casta pero de espléndido son-, prefirió aplicar la técnica, y no el arte que nace de la urgencia de decir, frente a la desmesurada belleza de la res y terminó cosechando el repudio colectivo.
Nadie vio a Uriel Moreno El Zapata cuando se enfrentó con Apostador, tercero de la tarde, un cárdeno enjabonado de 501, que fue el peor de la corrida, pero acicateado por el triunfo de Padilla, el tlaxcalteca esperó de hinojos en el centro de la arena a Andaluz, cárdeno entrepelado de 548, al que saludó con dos faroles, antes de llevarlo al caballo donde el cornudo se reveló bravísimo. Luego se lo ciñó a la faja por chicuelinas que nadie aplaudió, le colgó tres vistosos pares de garapuyos, el último con la técnica del violín, y se volvió loco, pero loco de veras, cuando el animal embistió celosamente a la muleta, yéndosele para arriba en cada pase, mostrando su estupenda calidad a medida que avanzaba la faena y dejándolo en ridículo cuando ésta finalizó entre gritos de "¡toro, toro!" con toda justicia proferidos.