Eduardo Galeano
El armonio
Hermógenes Cayo se hizo devoto de la Virgen del Luján hace más de medio siglo.
A pie llegó a Buenos Aires, después de mucho caminar, desde las lejanas alturas de la puna de Jujuy. Él vino junto con otros muchos indígenas, que exigían que el gobierno les reconociera la propiedad de las tierras que trabajaban desde siempre. Y entonces, como quien no quiere la cosa, se dio una vueltecita por Luján, donde le habían dicho que había una catedral que era para caerse de espaldas.
Cuando regresó a la puna, Hermógenes reprodujo la catedral, en versión enana, a la entrada de su pobrísima casa de piedra. Con adobe hizo los arcos góticos, y armó los vitrales con pedacitos de botellas rotas, de todos los colores que encontró. La copia quedó idéntica al original, pero un poco más linda. Jorge Prelorán la filmó, para dejar constancia.
Tiempo después, Hermógenes escuchó un armonio en alguna iglesia perdida en aquellas soledades. Nunca en su vida había escuchado un armonio, y descubrió que no podía seguir viviendo sin eso. Pero poca es la gente y la distancia mucha, allá en la puna, y la iglesia quedaba a varios días de caminata. De modo que Hermógenes no tuvo más remedio que convencer al cura de que el armonio ése no estaba sonando bien. Diciendo ser un experto, ofreció sus servicios para ajustar el instrumento. Lo desarmó, dibujó cuidadosamente cada una de las piezas, y de vuelta a casa se hizo un armonio propio, todo tallado en raíces de cardón.
En ese armonio, que le ocupó la mitad de la casa, Hermógenes cantaba sus gratitudes a la Virgen del Luján, al fin de cada día.