DOMINGO 4 DE NOVIEMBRE DE 2001

MAR DE HISTORIAS

De ahora en adelante

CRISTINA PACHECO

Hace un año, el 13 de noviembre, Edmundo se hundió en el silencio, como siempre después de sus escapatorias. Lo único distinto eran su sonrisa lejana y su serenidad. No quise perturbarlas con reclamaciones ni preguntas. Tarde o temprano mi sobrino iba a describirme sus andanzas. En esas circunstancias siempre me esforcé por reconciliarlo con la única realidad que parecía interesarle: la muerte de Ema.

Al terminar la cena, Edmundo se ofreció para ayudarme a desmontar el resto de la ofrenda. Acepté disimulando mi inquietud: temía que en el momento de poner la foto de Ema en su sitio habitual, mi sobrino sufriera un ataque de angustia como los padecidos en ocasiones anteriores, cuando la inutilidad de su búsqueda lo enfrentaba a su viudez.

Estaba envolviendo los cirios cuando me interrumpió Edmundo, con el retrato de Ema en la mano:

-Nina, deja eso: tengo que decirte algo.

Me sorprendió el tono jovial:

-Pues dímelo. ƑPasa algo?

-No lo tomes a mal, pero creo que ya no podremos seguir viviendo aquí-. Edmundo me observó inquieto.

-Cuando sucedieron las cosas... Bueno, hace tres años, te pregunté si no sería mejor que nos mudáramos. Me dijiste que no. ƑPor qué ahora...?

-Todo es distinto-. Edmundo acarició la fotografía: -Debemos vivir de otra manera, solos. ƑEstás de acuerdo?

No entendí la pregunta y contesté con una obviedad:

-Que yo sepa, aquí no hay nadie más que tú y yo.

-Sí, pero ya te dije que ahora la situación cambió-. La voz de Edmundo estaba llena de impaciencia contenida. -Después de tanto tiempo separados, comprenderás que Ema y yo tenemos que aprender a vivir juntos. Necesitamos estar solos.

Lo que había temido estaba sucediendo. Procuré controlar mi angustia pero fue inútil. Edmundo corrió a abrazarme:

-Nina, por favor, no lo tomes a mal. Vendremos a verte, tú irás a visitarnos siempre que lo desees-. Me obligó a mirarlo: -ƑNo te da gusto que al fin la haya encontrado?

Sin esperar mi respuesta se encaminó a su cuarto:

-Voy a colgar el retrato de Ema en su sitio-. Enseguida, desde la habitación me gritó: -šCuando me vaya, si quieres, te dejo la foto de recuerdo!

Edmundo reapareció en la sala. Mi aspecto debe de haber sido terrible porque corrió a abrazarme otra vez:

-Tranquila. No me iré hoy ni mañana. Sabes que estas cosas toman tiempo.

Me armé de valor:

-Lo que quieres es imposible. ƑNo lo entiendes?

Edmundo se alejó y se quedó mirándome indeciso. Al fin me tomó de las manos y me condujo hasta el sillón. Allí me dio la noticia:

-La encontré al fin. ƑTe das cuenta?- Estábamos tan cerca que podía ver el latido de las venas en su cuello. -Hablamos mucho y decidimos empezar una nueva vida. Por favor, no se lo digas a nadie: que sea nuestro secreto.

Edmundo me hablaba con tal certeza que por un momento llegué a creer que Ema no había muerto. De inmediato volví a la realidad pero no tuve el valor de decirlo. Me sobrepuse a la situación con la esperanza de que Edmundo olvidara, como otras veces, sus alucinaciones. Entonces no podía considerar de otra manera sus febriles búsquedas. Celebro que al fin haya terminado.

II

Mi hermano Leopoldo y mi cuñada Zita murieron juntos en un derrumbe. Edmundo creció en mi casa. En aquel momento mi sobrino iba a cumplir cinco años. Le expliqué en los términos más sencillos la ausencia de sus padres: "Están juntos, viven solos y tranquilos, hablando siempre de ti." Muy pronto esa explicación resultó insuficiente. Edmundo me pidió que lo llevara con ellos. Le dije que era imposible porque ignoraba la dirección, pero que un día íbamos a encontrarlos en alguna parte.

Cometí un error grave. A Edmundo se le volvió obsesión mirar a las parejas en la calle. Me inquieté y busqué la ayuda de un siquiatra. Gracias al doctor Montes mi sobrino entendió lo que significaba la prolongada ausencia de sus padres.

Edmundo se convirtió en el hijo que no tuve. Darle estudios era mi sueño. Haberlo conseguido aún me enorgullece. Cuando empezó a hablarme de Ema me sentí muy feliz. El día en que me anunciaron su próxima boda les ofrecí la casa. "Aunque es chica, resultará demasiado grande para mí cuando te vayas. Se las dejo y alquilo un departamento cerca de mi negocito". Se negaron y luego llegamos a un acuerdo: quedarnos juntos.

La vida no les dio oportunidad de tener hijos. Decidieron celebrar su primer aniversario de bodas en Tepoztlán. Al regreso tuvieron un accidente. Edmundo permaneció mucho tiempo en el hospital. Cuando se recuperó, antes de llevármelo a la casa, tuve que darle la mala noticia: "Ema murió".

Hubiera dado cualquier cosa porque en aquel momento Edmundo hubiese vuelto a ser niño y poder explicarle la tragedia en los términos que utilicé cuando, veintidós años atrás, le informé de la muerte de sus padres.

A las pocas semanas advertí que eran inútiles mis esfuerzos para que Edmundo recuperase el interés por vivir. Lo atribuí a que en la casa teníamos demasiados recuerdos. Fue entonces cuando le sugerí que nos mudáramos. Se negó con violencia. Entendí el motivo cuando, a mitad de una charla, me sorprendió con que aún tenía esperanza de encontrar a Ema.

Otra vez, como cuando era niño, tuve que arrancarlo de sus sueños. Creí haberlo convencido y confié en que el tiempo haría el resto. Salí de mi error la primera vez que mi sobrino desapareció.

Un jueves por la tarde me llamaron de la textilera preguntando por él: "Hoy no se presentó y tenía una reunión con los diseñadores de Guadalajara." Mentí: "Amaneció enfermo y olvidé reportarlo. Mañana estará bien y de seguro irá a la fábrica."

Pasé la noche esperándolo. En cuanto amaneció salí a buscarlo.

El recorrido por hospitales y delegaciones fue un infierno. Al cuarto día, ya perdida la esperanza de recuperarlo, Edmundo entró en la casa. Su aspecto era lamentable. Distraído, no respondió a mi abrazo ni a mis reclamaciones. Se dejó caer en el sillón y me devolvió el retrato de Ema:

-Nadie la ha visto... No sé adónde puede haber ido. Pregunté por ella en mil partes: el colegio, el club de ajedrez, el salón de belleza, el banco. Fui hasta la tienda de Tepoztlán donde compramos aquellos manteles blancos šy nada!

Recordé la obsesión infantil de Edmundo por buscar a sus padres y decidí combatirla: -Sé que no es fácil, pero tienes que resignarte-. Edmundo me sonrió condescendiente y se fue a su cuarto.

Tuve que resignarme a las desapariciones de Edmundo, cada vez más frecuentes, y a verlo regresar vencido por la realidad. También aprendí a oír sin alterarme el relato de sus pesquisas, como si tuvieran un sentido y fuesen a culminar en su reencuentro con Ema.

El año pasado, a finales de octubre, Edmundo desapareció. Volvió el 2 de noviembre. Al día siguiente, mientras me ayudaba a desmontar la ofrenda, me dijo que había encontrado a Ema y que pensaban en vivir juntos otra vez. Pese a que él comenzó a empacar su ropa y a romper papeles inútiles, creí que era una de sus imaginaciones.

Otra vez me equivoqué: Edmundo cayó enfermo en junio. Murió el 22 de septiembre. Esta vez, cuando monté la ofrenda, puse su retrato junto al de Ema. Soy feliz pensando en que los dos descansen al fin: ella dejó de llamarlo, él ya no tendrá que seguir buscándola.