domingo Ť 4 Ť noviembre Ť 2001

 Rolando Cordera Campos

Acto de fe

Más allá del prestigio internacional del régimen, lo que está en el banquillo es la propia seguridad de la democracia, su capacidad para ofrecerle a los mexicanos algo más que elecciones limpias y alternancias en la administración pública

Después del homicidio de Digna Ochoa, Joaquín López Dóriga preguntó a su auditorio si pensaba que el crimen sería resuelto. La respuesta fue mayoritariamente negativa y debería haber llenado de consternación a la opinión pública. No ha sido así, porque buena parte de ésta se ha dedicado a especular sobre los factores que hacen de esa respuesta espontánea el resultado más probable, y no tanto a crear el ánimo que favorezca una solución distinta.

Tal vez habría que poner las encuestas en otra sintonía. Preguntar, por ejemplo, por el deber ser, en este caso por si debe capturarse, juzgarse y condenarse a los asesinos, antes de predecir una nueva, infinita, impunidad. Empezar por lo que debe ser, que puede sonar iluso, podría contribuir a que la ciudadanía inaugurara otra sintonía con el poder público, y empezara a asumir que en el Estado, en especial en el Estado democrático, no sólo impera el realismo del ser, que tarde o temprano nos vuelve a todos cínicos o pragmáticos, sino también el deber ser, que puede convertirnos en ciudadanos alerta y racionalmente exigentes. El homicidio de la abogada de los derechos humanos podría ser así no sólo el final de una era terrible de abuso e impunidad, que todos quieren, sino el principio de una fase en la que la conciencia de los derechos civiles pudiese articular discurso y política democráticos, hoy carentes de esos ejes sólidos.

El gobierno del presidente Fox enfrenta una grave crisis de derechos humanos. Junto con él, la sociedad entera ha tenido que vérselas con la resurrección artera de los pobladores del albañal, que sin previo aviso mezclan crimen con política, delito con provocación.

El asesinato de Digna Ochoa, en efecto, le plantea enormes retos al Estado, cuya capacidad para ofrecer seguridad a los ciudadanos y perseguir la impunidad que carcome lo poco que hay de aparato de justicia ha sido nuevamente desafiada. La procuración de la justicia sigue en entredicho, sin haber salido bien librada de los episodios que en el pasado la pusieron en el banquillo de la duda y el descrédito ante la sociedad entera. Llovió sangre sobre terreno abonado previamente por ella, sin haberse secado.

A la vez, el involucramiento público del Ejército Mexicano, así sea mediante conjeturas aventuradas y aventureras, vuelve a poner sobre la mesa la gran cuestión no resuelta de la seguridad nacional y del Estado. Sin contar siquiera con una definición generalmente aceptada de ambas, los órganos que podrían hacerse cargo de ellas, como el Ejército, pero también la PGR y su policía, o la PFP, aparecen como opacos cuerpos de usos múltiples, sin que pueda nadie acertar a señalar cuál es, en cada ocasión o caso, el papel que la ley les señala.

De nuevo, el uso de las fuerzas armadas federales para fines de policía muestra lo peligroso y complejo de hacerlo, sobre todo en momentos en que, queriéndolo o no, el país tendrá que incorporarse a una situación mundial de extrema alerta y emergencia. En esta perspectiva ominosa pero real, la seguridad jugará en contra de la libertad, y todo dependerá de la habilidad del Estado para no caer en una negación de los derechos civiles y democráticos. Nada fácil.

El crimen no puede quedar impune. Pero las instantáneas encuestas hechas por la televisión más bien nos dicen lo contrario. De aquí la necesidad imperiosa de empezar por lo esencial y preguntarnos si de veras creemos que el asesinato deba ser perseguido y castigado. Con preguntas como ésta, el país podría empezar a hacer una especie de "acto de fe" en la justicia, que lo llevara a encontrar un punto fuerte de no retorno en el ámbito judicial.

Sin duda corresponde a la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal realizar la encuesta forense y llevar adelante la persecución de los asesinos. Pero esto no releva a nadie, en especial al Presidente y su gobierno, de asumir que estamos frente a un asunto crítico de Estado, que los involucra y compromete al máximo. Sólo así podrán Fox y su gabinete salir al paso de las apresuradas cuanto irresponsables conclusiones a que muchos han llegado, al hablar sin más de un "crimen de Estado".

Más allá del prestigio internacional del régimen, lo que está en el banquillo es la propia seguridad de la democracia, su capacidad para ofrecerle a los mexicanos algo más que elecciones limpias y alternancias en la administración pública. Sin asumir esto, el espíritu público se despeñará por la especulación interminable, dando oportunidad a que los conspiradores se pongan a salvo, borren sus huellas, se pierdan en la impunidad mayor del fastidio de la opinión pública.

Evitar que tal cosa ocurra no es sólo tarea de los medios informativos o las ONG. Es, sobre todo, una responsabilidad del Estado, del gobierno y los partidos políticos que ahora forman ya parte del mismo. Así serán juzgados.