DOMINGO Ť 4 Ť NOVIEMBRE Ť 2001

Ť Jenaro Villamil

Etica periodística y miedo inducido

Casi en paralelo al nuevo brote de paranoia en Estados Unidos, a raíz del caso 17 de contaminación por ántrax, de amenazas de bomba que obligaron a evacuar The Washington Post y la difusión de un supuesto nuevo ataque terrorista a los puentes Golden Gate y de la Bahía, en California, en México tuvimos también, a escala, una nueva muestra de inducción de la opinión pública con la difusión de un anónimo que pretendía reducir el crimen de Digna Ochoa a un asunto de extorsión.

El instrumento de esta inducción fue un anónimo enviado a algunos medios de información y, como se vio el día 31 de octubre, el objetivo era promover su difusión para contribuir con amenazas a crear una atmósfera de desconfianza y de miedo en determinados sectores sociales. Por lo menos, uno de los objetivos se cumplió: un noticiario nocturno transmitió durante más de 15 minutos el contenido literal de este panfleto, cuya condición anónima -como el de muchos otros escritos que han llegado a las redacciones periodísticas en los últimos días- no obstó para que se difundiera ampliamente y que, incluso, se le tratara como un documento digno de crédito. Caso contrario fue el de otros noticiarios televisivos que ponderaron el documento, registraron el hecho como una nueva amenaza y destacaron el compromiso gubernamental de proporcionar seguridad a los individuos mencionados.

La frontera entre el periodismo y el sensacionalismo se borra con preocupante facilidad en los últimos tiempos. El efecto pernicioso de no contraponer un criterio ético mínimo a la difusión de rumores o anónimos se está viendo con toda claridad en Estados Unidos. Tal pareciera que en nuestro país algunos también pretenden tener su operación a escala, con el objetivo de someter a la sociedad difundiendo el temor y las amenazas como un "servicio informativo".

En Estados Unidos, después del 11 de septiembre, los medios masivos se han volcado a la puesta en escena de aspectos que incrementan el miedo en la ciudadanía, que se siente vulnerable y que ha generado contrapartes peligrosas: el odio a lo diferente (en este caso, culturas y religiones que "amenazan" el American way of life); el patriotismo como un refugio de identidad en el imaginario colectivo, que con frecuencia puede pasar al linchamiento contra aquellos que critiquen o cuestionen el discurso belicista que se apoderó de los media; y la retransmisión de amenazas que se plantean como indicios de ataques terroristas o como justificaciones para que el gobierno suspenda derechos civiles básicos, como la privacidad de la correspondencia, la libertad de asociación y de manifestación o el derecho a la información.

El efecto en la opinión pública es real y muy efectivo en esta especie de "cargadas mediáticas". Se observó con el videomensaje de Osama Bin Laden al principio de la incursión armada a Afganistán. La última frase de Osama generó un brote de paranoia social que permitió al Pentágono ejercer mayor control sobre las imágenes del "enemigo", aun cuando el éxito de la televisora árabe Al Jazzeera estuviera alimentado por el mismo círculo vicioso de interés y ansiedad generado en Estados Unidos con el sobredimensionamiento del adversario. El asunto del ántrax es otro ejemplo: ¿qué ciudadano puede no confundir el polvo de Canderel en una carta con las esporas del carbunco después de una saturación de ántrax mediático? ¿Qué comentarista televisivo se ha preocupado por informar a la audiencia que en Haití, desde décadas atrás, mil 500 personas mueren al año por causa del carbunco, sin necesidad de que Bin Laden y su club lancen una fatwa contra esta nación devastada por la otra guerra que plantea el desorden económico mundial? ¿Por qué no se ha abundado en la información del FBI que señala a grupos extremistas internos como causantes de la difusión de esporas de ántrax?

En México, el efecto en la opinión pública al difundir amenazas de muerte o supuestos ataques no es masivo, pero puede ser igual o más pernicioso porque se trata de inmovilizar a un sector de la sociedad, contribuyendo así a una atmósfera de miedo y desconfianza. No genera información ni ayuda a restablecer una norma mínima del estado de derecho: garantizar la seguridad y la integridad de los ciudadanos. Por el contrario, se instala en el sensacionalismo, en la desacreditación de ciertas causas y en la constante búsqueda de rating, a costa de afectar la legalidad y la integridad de ciudadanos.

¿Qué abogado defensor de derechos humanos puede estar tranquilo después del ajusticiamiento de Digna Ochoa y la actitud poco ética de algunos medios al volverse instrumentos de un infundio? ¿Quién se atreverá, en estas circunstancias, a otorgarle una defensa legal a los ejidatarios de San Mateo Atenco, en Texcoco, que se han movilizado para manifestar su descontento en relación con el gran negocio que significará para otros, no para ellos, la construcción del aeropuerto alterno de la ciudad de México? ¿Cuántos activistas o abogados que defiendan causas "incómodas", como los crímenes relacionados con la homofobia o con la discriminación hacia las mujeres, pueden mantenerse impasibles con la atmósfera de amenazas que se incrementan?

Siembra dudas que, por lo menos, algo queda. Este es un viejo refrán que opera en los fenómenos mediáticos y de inducción de la opinión pública. El mejor antídoto contra esta operación es la información y la recuperación de una confianza en el Estado de derecho que con mucha facilidad se puede romper cuando un asesinato o un "crimen político" -como lo han calificado la CNDH y la procuraduría capitalina- pretende ser reducido a un caso de extorsión, en el cual no quedan claros ni transparentes el móvil ni sus autores, sólo los medios que utilizan.
 
 

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