MEMORIAS Y UTOPIAS DE LA CIUDAD DE MEXICO
México consideraba la prostitución como una lícita necesidad social
Los placeres públicos del Distrito Federal en los albores de la Revolución
JORGE LEGORRETA
En 1914, mientras las fuerzas revolucionarias zapatistas, villistas y carrancistas encontraban sosiego institucional, el Distrito Federal se daba el tiempo y hasta cierto punto el lujo acerca del tan debatido derecho público a la prostitución. Con Eulalio Gutiérrez como presidente interino, nombrado por la Convención de Aguascalientes, el 30 de mayo de ese año se expedía, por fin, el tan esperado Reglamento para el Ejercicio de la Prostitución en el Distrito Federal, el cual reguló, hasta bien entrados los años de la consolidación nacional, la vida galante en nuestra capital.
En tal documento quedó expreso el reconocimiento de la prostitución como una lícita necesidad social, en la medida que el Estado la reglamentaba y exigía por ello un impuesto nada despreciable. Además, por tratarse de un asunto de salud, el control sanitario era más eficaz, pues los establecimientos no eran clandestinos, sino públicos.
No todas las pupilas eran iguales. Las ortodoxas categorías sobre las clases sociales que el marxismo del siglo XIX nos había legado, fueron fielmente aplicadas para el caso. De acuerdo con las "circunstancias especiales de cada mujer, tales como su juventud, atractivo y demás que deban tomarse en cuenta", había las de calle o que laboraban por cuenta propia, llamadas aisladas; y las de sitios cerrados, denominadas de comunidad. Todas, sin excepción, eran inscritas en un padrón llamado libreto de tolerancia y pagaban según su clasificación, la cual, por supuesto, era exclusiva responsabilidad del afortunado inspector de sanidad.
Las reglas para ejercer la prostitución estaban claramente escritas: "Portarse y vestirse con decencia; abstenerse de hacer escándalos en lugares públicos; no incitar por medio de señas o palabras; no saludar a hombres acompañados de señoras o niñas; no visitar familias honradas, y vivir a distancias mayores de 50 metros de escuelas y templos". Cualquier violación sería severamente castigada por la policía municipal con arresto de tres a 15 días o multa de uno a 50 pesos.
Este tipo de prostitución aislada, ejercida individualmente, era una práctica lícita en las calles e incluso en los domicilios particulares, siempre y cuando las que la realizaban estuvieran inscritas, pagaran sus cuotas al fisco y contaran con su respectivo libreto de tolerancia.
Pero, como toda actividad económica sometida a las reglas del libre mercado, aquí también las redes organizativas del monopolio aparecieron a principios del siglo. El gobierno del Distrito Federal reglamenta entonces cuatro categorías de lugares cerrados, cuyos nombres posteriormente fueron objeto del lenguaje popular inscrito en las mejores películas y obras de las principales carpas.
Burdeles y matronas
Eran casas colectivas donde residían una o más prostitutas y se autorizaban exclusivamente por el gobernador del Distrito Federal, previo informe del mencionado inspector de sanidad. Una de las condiciones para su autorización era que estuvieran a más de 50 metros de una escuela o templo; no exhibieran ninguna señal exterior que indicara que lo eran; tener cortinas exteriores y canceles en el cubo del zaguán. Es decir, "que no se vea desde la calle el interior del burdel".
Cada uno de los burdeles autorizados quedaba bajo la vigilancia de una matrona obligada a cubrir cuotas mensuales según su categoría:
¿Cuáles eran las normas del funcionamiento de estos concurridos establecimientos durante estos agitados tiempos de la Revolución? Entre las más importantes destacaba el estricto control sanitario de las pupilas; la exigencia de vestir con decencia y aseo; no albergar a niños mayores de tres años; la prohibición de juegos de azar y la venta de licores y su cierre a la una de la mañana. La violación a estas y otras disposiciones menores era castigada con multas, cárcel a las infractoras, o bien la clausura definitiva, que incluso era facultad expresa del gobernador, "siempre que lo juzgara conveniente".
La clandestinidad de los burdeles, así como la "cooperación a prostituir doncellas, casadas o niñas", era severamente castigada con cárcel.
Casas de asignación
Se distinguían de los burdeles por no servir de habitación fija de las mujeres públicas y eran exclusivamente frecuentadas para "entregarse a actos de prostitución". Su autorización y funcionamiento se sujetaba en general, a los mismos requisitos que los burdeles, excepto que aquí se exigía una fianza, pues con mucha mayor facilidad cambiaban de lugar.
Hoteles
Cualquier propietario de un hotel que decidiera admitir mujeres públicas y que cumpliera las exigencias de las casas de asignación, tenía derecho a una licencia para el ejercicio de la prostitución. Lograda esta, era requisito fundamental exhibir claramente un letrero sobre la función del establecimiento. En su artículo 36, el Reglamento decía: "Los dueños fijarán un aviso en la pieza que sirva al administrador, o en otro lugar visible que designe el inspector de sanidad, haciendo saber que se admiten mujeres públicas."
Casas de cita
Denominadas como lugares donde concurrían "mujeres que no especularan con su prostitución", se trata del antecedente de los llamados actualmente "hoteles de paso". Por esos tiempos una pareja no casada que entrara a cualquier hotel era mal vista. De ahí que existieran estos sitios de carácter más reservado, como se desprende de su reglamentación, menos estricta que los casos anteriores.
Su autorización era exclusiva del gobernador, previo informe del inspector de sanidad; pero, al contrario a lo exigido a los burdeles y casas de asignación, su ubicación no era precisa, aunque sí sus prohibiciones sobre la expedición de licores, juegos de azar y sus exigencias visuales para no hacerse notar hacia el exterior.
La operación clandestina de una casa de cita era castigada de inmediato con la clausura y 30 días de cárcel a su propietaria o propietario.
El reglamento se publícó el 30 de mayo de 1914, justo cuando los ejércitos de EU entraban a las costas de Veracruz y se organizaban las fuerzas revolucionarias alrededor de la Convención de Aguascalientes. Aquí en la ciudad, el disfrute pleno se ejercía a la luz del día.