viernes Ť 2 Ť noviembre Ť 2001
Horacio Labastida
Fernando Carmona
Nuestro país no ha tenido tregua durante sus casi dos siglos de vida independiente. Al estallar la Insurgencia se descubrió el profundo drama de lo que fue la Nueva España, En esos 300 años el trono peninsular saqueó las antiguas posesiones aztecas y entregó a los tiempos modernos una sociedad dividida en clases acaudaladas junto con enormes masas famélicas, desesperadas y humilladas. Ni los nobles sueños de los fundadores de Puebla, Julián Garcés, entre otros, que imploraron a autoridades y altos prelados a favor de una población sin repartimientos ni encomiendas, entregada sólo a la prédica y práctica del amor cristiano, ni la sublime poesía de Sor Juana Inés de la Cruz, la décima musa, ni la nobleza y sabiduría de los frailes humanistas del siglo XVIII, bien estudiados por Gabriel Méndez Plancarte, expulsados entre los jesuitas que purgó de España el rey Carlos III (1759-88), ocultan el casi irreparable desastre del México que ingresó a la historia universal en el amanecer del siglo XIX. Sin embargo, la generación ilustrada de los años treinta de aquel siglo, acogedora del legado de Morelos y los constituyentes de Chilpancingo, hizo el magno esfuerzo esclarecedor de los grandes problemas nacionales, a fin de encauzarlos hacia el progreso, según lo apuntara brillantemente José María Luis Mora en el bienio 1833-34, administrado durante las esporádicas presidencias de Valentín Gómez Farías. Mora dejó constancia en su Revista Política (1837) del pensamiento avanzado de la época. Lo económico y lo social, aseveró, son una y la misma medalla, porque las cosas materiales y su utilización errónea son obra de los hombres que sufren enormes inopias o gozan harturas que no tienen los demás. Y esta concepción de las relaciones económicas como relaciones de hombres y no de mercancías continuó alentando las luchas liberadoras. La derrota de la generación ilustrada por el santannismo, que se prolongaría hasta 1853, no bloqueó a la mejor conciencia de la patria. Con la Reforma y al lado de Benito Juárez trabajaron activamente Melchor Ocampo, Miguel y Sebastián Lerdo de tejada, José María Lafragua y próceres de la inteligencia y honestidad de Francisco Zarco, Ponciano Arriaga e Ignacio Ramírez. El liberalismo de entonces replicó la filosofía del programa de la revolución ilustrada. Otra vez El Nigromante despejó las dudas. El hambre de las mayorías es efecto de la explotación a que éstas se ven sujetas por los dueños de la riqueza; y Ponciano Arriaga habló conmovido de una sociedad rural atenaceada por necesidades siempre insatisfechas por quienes la empleaban en los latifundios del señorío citadino.
La república restaurada (1867) no pudo salir adelante. Al arrebatar las tierras de las comunidades indígenas y no indígenas y nacionalizar los bienes del clero, en lugar de abrir las puertas a las nacientes burguesías de aquellos años, fortaleció a los hacendados que, aprovechando los múltiples resentimientos de los labriegos despojados, hicieron con sus levantamientos posible la victoria del Plan de Tuxtepec (1876) y Porfirio Díaz, cuyo gobierno amplió y profundizó la dependencia de México del abrumador capitalismo angloestadunidense decimonónico. Y vino entonces la Revolución (1910) a confirmar las tesis humanistas de ilustrados y liberales: la riqueza creada por la sociedad, apuntaron los revolucionarios, tiene que beneficiar a la sociedad y no a sectores minoritarios; tal riqueza, agregaban, es obra del hombre para su bien, y si esto no ocurre al tomarla para sí unos cuantos, hay que corregir la situación y eliminar los factores de la parcialización del bien común. Esta es la doctrina que sostuvieron en su esencia y por igual revolucionarios de la calidad de Ricardo Flores Magón, Wistano Luis Orozco, Andrés Molina Enríquez, Emiliano Zapata y años adelante Lázaro Cárdenas y su proyecto de forjar en México una civilización justa.
Aún lo recuerdo con exactitud. Cuando el eminente maestro Jesús Silva Herzog me comunicó en la sala del concurso que había ganado el examen de oposición para impartir en la Facultad de Economía el curso de sociología de la economía, al dirigirse al público proclamó con orgullo que en ningún momento la facultad había olvidado las lecciones de la historia. Los ilustrados, los reformadores y los revolucionarios están presentes en las aulas, observó, en vista de que el estudio de la economía es en el fondo una meditación honda sobre la justicia social. Los economistas de la facultad, aseveró, saben muy bien que es imposible desvincular la suerte del hombre de la marcha económica; ésta, evitando desviaciones, se ve impulsada hacia el bienestar general y no al bienestar a favor de minorías expoliadoras. Y es cierto: así es el espíritu que ha animado y anima la reflexión en la facultad universitaria. Se trata de unir ciencia y moral, de enhebrar la verdad con el bien, puesto que los asuntos materiales son asuntos humanos y no inhumanos, cuestiones que tienen que ver con la felicidad de las familias y no con su infelicidad. Y ésta fue la corriente espiritual que eligió para sí desde estudiante y después como escritor y maestro Fernando Carmona, dueño de un talento augusto y de un quehacer inagotable en la lucha por la grandeza mexicana. Cuando regresé de la embajada que tuve el honor de presidir en Nicaragua y a la vista del libro que Fernando escribió sobre la revolución sandinista, recuerdo sus finos y entusiasmados comentarios. Las cosas son muy sencillas, me dijo: ciencia y ética son los únicos valores que los hombres buenos pueden acatar para que la bondad sea realidad y no sólo esperanza, y a pesar de que su cumplimiento no es fácil, es necesario que la humanidad y con ella los mexicanos lleguemos alegres a las metas perseguidas desde hace mucho tiempo. Nada nos detendrá porque las luces de la universidad están siempre encendidas.
Fernando Carmona no ha muerto, sigue enseñando en la cátedra y sus palabras son y serán escuchadas siempre por la juventud.