MIERCOLES Ť 31 Ť OCTUBRE Ť 2001

Javier Aranda Luna

Las lecturas heterodoxas de Edward W. Said

Roma, el imperio, no cayó en un día. El sueño que fue ayer hoy es polvo y, a veces, nada. Su antiguo esplendor ahora es un montón de ruinas. Constantino dilató su caída pero cayó. Nada pudieron quienes lo sucedieron en el trono; nada sus generales, su inmensa burocracia, el anhelo de perpetuarse. ƑCuál es el límite que traspasa un imperio para dejar de serlo? Nadie lo sabe, aunque supongo que cuando un Estado no puede garantizar la seguridad de sus ciudadanos, su autoridad está en entredicho.

Decía Yourcenar que es preferible la novela a la historia porque la novela no miente: ofrece un punto de vista. No pretende camuflar el pasado con el velo de la imparcialidad. No nos da, como a veces ocurre con los historiadores, gato por liebre. Por eso la historia se rescribe y las novelas no.

Hace unos días le otorgaron al filósofo Edward W. Said el Premio de Literatura de la Fundación Lannan. Said es un intelectual heterodoxo de la estirpe a la que pertenecen Ryzard Kapuscinski y, más cerca de nosotros, Carlos Monsiváis. Personajes muy distintos, los tres comparten la constante renovación de sus puntos de vista. Puede decirse que los tres ejercen la crítica y la autocrítica no sólo como ejercicio de pensamiento sino como apuesta moral.

Said, catedrático de la Universidad de Columbia, fue asesor de Yasser Arafat y ahora uno de sus principales críticos. La razón: el líder palestino perdió el contacto real con su pueblo. De los varios libros que ha escrito Said destacan dos: Orientalismo y Cultura e imperialismo. Dos obras con un solo fin: entender la vida de los hombres y los imperios a partir de sus productos culturales más elaborados.

En Cultura e imperialismo Said explora el espíritu imperial a través de las novelas, de la música, de la poesía. Para él las grandes novelas valen por su calidad, claro. Pero también por el mundo que ofrecen y más aún: por el que no ofrecen. Así, por ejemplo, la visión del imperio inglés sobre la India no es otra que la de Kipling.

Said nos propone hacer una lectura heterodoxa de autores clásicos. Uno no siempre podrá estar de acuerdo con él respecto a sus lecturas de Conrad, Camus, Verdi, Yeats, pero no permanecerá impasible. Con Said no se lee impunemente. Sus reclamos morales a Conrad por no vislumbrar otro mundo distinto al de sus novelas es, me parece, llevar al extremo su lectura heterodoxa. Las novelas dan cuenta de su sociedad y a veces la anticipan. Reclamarles no mirar otros mundos que los que ofrecen es, me parece, una exageración. El anterior ejemplo, sin embargo, no es razón suficiente para invalidar los puentes que Said ha tendido entre política y literatura. Puentes que la mayoría de las veces nos llevan por el buen camino del entendimiento.

Uno de los ejes de Cultura e imperialismo es el viejo asunto de nosotros y ellos. Para los griegos los otros fueron los bárbaros: a quienes se debe civilizar, los inferiores, los diferentes. Y los otros han sido, en la historia, muchos: para los moros fueron los españoles; para los españoles, los indios; para Occidente, Oriente. Y en este ir y venir de unos y otros, los imperios, nos dice Said, tienen la obligación de dirigir, dominar, deshacer entuertos de los demás.

La guerra en Afganistán, la Justicia Infinita que se transformó en Libertad Duradera, tiene mucho de esa obligación imperial de velar por el orden del mundo. Nadie puede dudar a estas alturas que Estados Unidos es un imperio. El más poderoso que ha existido. Nadie puede dudar, tampoco, la existencia de varios signos que ponen en duda su estabilidad: las pasadas elecciones presidenciales dieron cuenta de un sistema electoral obsoleto y, para muchos, corrupto. Los atentados contra las Torres Gemelas y el Pentágono ha puesto en entredicho su capacidad para dar seguridad a sus ciudadanos, que es la principal razón de existencia de cualquier Estado. Otros síntomas ominosos saltan a la vista: el crecimiento de ciudades como Los Angeles tiene más que ver con las construcciones hacinadas del Tercer Mundo que con las de los barrios pobres estadunidenses construidos hace 30 años.

No sabemos cuándo terminará el poder imperial estadunidense. Pero quizá la lectura heterodoxa de sus poetas, cuentistas y novelistas nos de luz al respecto. Tal vez La tierra baldía de la que habla Eliot no sea la que creyó ver, sino la que vendrá. Quizá me equivoco y ese fin ya lo anticipa un novelista desconocido por el Canon de Occidente porque una de las consecuencias de la política imperial ha sido, nos recuerda Said, la interconexión de las culturas, la contaminación de las costumbres de manera asombrosa.