MIERCOLES Ť 31 Ť OCTUBRE Ť 2001

Javier Wimer

Un muerto sin sepultura

La crisis de los atentados a las Torres Gemelas y al Pentágono desplazó a segundo plano asuntos de interés y creó confusión en todos. Un ejemplo es la anunciada intención de México de retirarse del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca, o TIAR, hecha por el Presidente de la República el pasado 7 de septiembre.

Después de la catástrofe del 11 de septiembre no se volvió a hablar del asunto y el tema de nuestras relaciones con Estados Unidos se concentró en un debate, más o menos frívolo, sobre las buenas maneras que deben adoptarse ante la desgracia del vecino. En un extremo se encuentran los partidarios de las condolencias críticas y en el otro los que lamentan que nuestro gobierno no haya sido el más escandaloso de los condolientes.

El problema está mal planteado. No considero apropiados los pésames con pliego de reservas ni correcto sacar a relucir los pecados del muerto en capillas fúnebres y cementerios. Pero tampoco pertenezco al estridente gremio de quienes se empeñan en ganar un concurso de plañideras en el velorio del tío rico, de quienes confunden la condena de la barbarie y la sinceridad de las condolencias con subordinaciones previsibles y acompañamientos militares. Si uno asiste al velorio de un amigo asesinado no tiene la obligación, ni siquiera en Sicilia, de salir a matar gente en nombre del difunto.

El primer paso para aclarar la situación consiste en deslindar las ceremonias de nuestras obligaciones jurídicas en materia de seguridad. Todas estas obligaciones derivan de la Carta de Naciones Unidas, incluso las inscritas en el TIAR.

Este documento, suscrito en Río de Janeiro el año 1947, tiene la doble naturaleza de un tratado de defensa colectiva y de un acuerdo regional. Sólo opera como tratado de defensa colectiva cuando se funda en el artículo 51 de la carta, que consagra el derecho a la legítima defensa por parte de un Estado o grupo de estados que sean objeto de un ataque armado.

Pero la legítima defensa es un derecho y no una obligación por lo que el tratado no constituye un pacto militar. Esta es la tesis que ha sido persistentemente defendida por la diplomacia mexicana en contra de interpretaciones abusivas del tratado para utilizarla en conflictos internos o extracontinentales.

La historia de este tratado es, en rigor, la de sus torcidas lecturas, ya que fue políticamente imaginado como una alianza anticomunista y contrarrevolucionaria. Estados Unidos no quería gobiernos socialistas en este continente y la mayor parte de los gobiernos americanos querían que todos sus opositores fueran comunistas.

El propósito de tales interpretaciones ha sido convertir un tratado de defensa regional en una alianza militar dirigida por Estados Unidos. Bajo este signo se ha planteado la intervención colectiva en asuntos internos de nuestros países y la Fuerza Interamericana de Paz.

En sus largos años de existencia, el tratado ha servido para poca cosa. Ni siquiera para moderar la posición estadunidense ante la Guerra de las Malvinas, en 1982, cuando los generales argentinos pensaron -con más ingenuidad que agudeza- que podrían comprometer a Washington en esta aventura.

Con el paso del tiempo se ha ido desvaneciendo la presencia del tratado debido a la desintegración de la Unión Soviética, al creciente menosprecio del imperio por las leyes internacionales y al avance de un proceso de globalización que relativiza la seguridad regional. Es, en suma, un compromiso que nació mal, tuvo una vida difícil y murió, sin pena ni gloria, en las islas Malvinas.

Nadie se ha tomado el trabajo de sepultar su cadáver, pero ya es tiempo de hacerlo. De este modo nos libraríamos de un espectro que rencarna de tiempo en tiempo y podríamos satisfacer un antiguo sue-ño de la diplomacia mexicana. Aquí conviene recordar que México y el orden internacional, un libro que publicó Jorge Castañeda padre en 1956 con la asesoría de un consejo coordinado por Alfonso Reyes y Daniel Cosío Villegas, recomendaba que "México debería estudiar seriamente la conveniencia de denunciar el referido tratado, desligándose así de los compromisos que entraña".

La denuncia del tratado no servirá para apuntalar las ruinas del actual sistema de seguridad colectiva ni para contener la furia del poder estadunidense, pero sí, en cambio, podrá contribuir a librarnos de trebejos, a ver de frente al futuro y a comprometernos en la urgente tarea de rescatar y renovar la legalidad internacional.