MARTES Ť 30 Ť OCTUBRE Ť 2001

Manuel Vázquez Montalbán

La globalización y las tanguistas

Mientras se resuelve la primera guerra del siglo XXI, leo que por fin se ha resuelto el problema de supervivencia de Aerolíneas Argentinas y que ha pasado de las manos de Iberia, compañía española, a una coalición empresarial también española. Cuando se planteó meses atrás la crisis de aerolíneas, los argentinos llegaron a la conclusión de que habían sido víctimas de una mala alianza y se echaron a la calle para acusar a España de deslealtad empresarial. Fue un momento negro de las relaciones hispano-argentinas que echó luz sobre el neoexpansionismo económico español en Latinoamérica, como una muestra más de las características de la economía globalizadora: invertir donde sea más rentable, al margen del patriotismo territorial.

A los españoles nos sorprende que algunos paisanos pertenezcan al neocapitalismo inversor globalizado, tal vez porque nuestra historia económica se caracteriza por las inversiones extranjeras en España y no al revés. De la misma manera nos transmuta el que lleguen a nuestras costas o a nuestros aeropuertos exilados económicos o políticos, porque desde el siglo XV hemos sido un país exportador de emigrantes. Tenemos cultura de exilados, no de asiladores, a pesar del ejemplo del general Franco que tras la Segunda Guerra Mundial dio cobijo en España a cuantos nazis y fascistas se lo pidieron.

Las inversiones españolas en Argentina se hicieron en horas bajas de la economía de un país recién salido de la dictadura militar, con una inflación que propiciaba billetes de un millón de pesos. Por otros lugares de América Latina y de Africa, el capital español se movía según la ética del neocapitalismo implacable, en busca del máximo beneficio a costa de una sobrexplotación de la fuerza de trabajo. Mientras tanto los políticos y algunos intelectuales acólitos recuperaban el lenguaje de la Hispanidad rebajado de acentos épicos, eso sí.

Pero no quiero hablar de economía sino de tangos. Porque en el momento en que el nombre de España, no para bien, estaba en los labios de los argentinos, los programadores del Teatre Grec de Barcelona ofrecieron una plataforma cultural argentina de verano, basada en excelente grupos teatrales y en las actuaciones de tres tanguistas tan ilustres como Susana Rinaldi, Adriana Varela y Cecilia Rosetto. A las dos primeras me las perdí porque viajaba yo por Marruecos por si encontraba en algún desierto el origen de la guerra de las civilizaciones y me dolió la pérdida, porque la Rinaldi forma parte de mi educación canora y Adriana fue mi musa mientras urdía y escribía Quinteto de Buenos Aires. Adriana Varela tiene una de las voces más interesantes de la cultura popular globalizable y, a la contra de Prometeo, le ha quitado el tango a los hombres para dárselo a las mujeres y a los dioses.

A la que sí pude ver fue a la Rosetto, una actriz formidable, de la mejor escuela del teatro latino bonaerense, mérito extra si tenemos en cuenta que Buenos Aires es la capital de las culturas teatrales, que son varias, en lengua española. Ahora venía de tanguista y algo fugitiva de esos malentendidos con los que las culturalizaciones oficiales le ponen la proa a los creadores que cuestionan el sistema o recuerdan demasiado. Recuérdame, que recordar es volver a vivir..., cantaban Los Vieneses en los años cuarenta, pero recordar en el Cono Sur lo que fue la Solución Final de Kissinger y el Departamento de Estado, suena a ruido que interrumpe los canales de comunicación más deseables.

La Rosetto llegó a Barcelona, capital del rosettismo europeo, después de una bronca bonaerense televisiva sobre la memoria histórica de los argentinos. En la de esta espléndida artista hay un primer marido desaparecido y una militancia en la comprobación de que la Historia tiene culpables. La Rosetto pertenece a la cultura de la resistencia. Eso no le evita exhibir un talento escénico formidable y unas condiciones tanguistas que yo pude apreciar desde el primer momento en que la conocí. Fue en Buenos Aires. Yo compartía un asado con amigos, conocidos y desconocidos y entre los desconocidos una mujer alta de estatura y escote que de pronto, a los postres, se puso a cantar a pleno pulmón un tango que rompió cristalerías y deshizo los esqueletos de corderos asados crucificados. Era Cecilia Rosetto.