LUNES Ť 29 Ť OCTUBRE Ť 2001

Hermann Bellinghausen

Cada voz su color

La oscuridad reinante, con ser mucha, pudo ser mayor. ƑHay algo más inútil que contar una historia? Sea verdad o mentira, qué cambia. En la rada la voz sonaba parda, como los gatos. La audiencia, en la penumbra, carecía de color. De aspecto. En filas, atenta. Silenciosa para oir mejor. Los remolinos de pelo rebalsaban en cada cabeza es un mundo.

Nada podía darse por conocido, por ya descrito, por familiar. A la sazón, cantidad de nombres habían caído en desuso; al no existir cosas o gentes que nombrar, se destiñeron, empezaron a raerse. Fin de trayecto y a otra cosa oruga con pies.

El firmamento parecía compuesto de cometas que suben, con las caudas colgándoles. La luna, si aquel focazo era luna, estaba de cabeza. La bruma envolvía la rada sin apretar el puño, difuminando los pocos destellos que emitía la multitud compacta en embeleso. Y la pantalla, en todo su nacarado esplendor, lista.

La voz sonante, pese al tono neutro, surtía al por mayor sugerencias de imagen, de anécdota, de conversación. Lo que durara el acto (una hora, dos) no habría resquemores, risitas ni chiflidos. Ya después, al dispersarse, los concurrentes opinarían y criticarían como fuera. Pero en el ínterin bajo la bruma, la quietud, la oscuridad indistinta, atendían de una pieza.

La voz no predicaba. Carecía de punto de vista y, como queda dicho, de todo vestigio de color. Evitaba los nombres muertos, pero no temía las palabras; ninguna tan triste como la que no se dice. En esa oscuridad, remedo de la noche vitelina, las palabras no tenían miedo. La gente sí.

Pero escuchar a las vivas dolorosas palabras curaba del miedo, y éste-gato-es-un-gato, ponía los puntos sobre las íes. Afuera de la rada, en otros puertos y ciudades tierra adentro, estaban prohibidas las palabras. Reinaban los candados, las interjecciones, la jaculatorias, los edictos y los carraspeos.

Gracias a la noche, la bruma, y el silencio del respeto, la voz parda rompía los celofanes ciegos del auditorio, de rutina propenso al miedo. La voz parda, por nada tonto procedimiento, daba grasa a la herrumbre de aquellos tímpanos distraídos, erosionados, que perdieron el sentido hace tiempo.

Los niveles auditivos promedio rondaban la senil edad de la tapia. Las garantías de fábrica de aquel gentío habían caducado más allá de toda prórroga o esperanza, y no obstante, con esos bueyes había que arar. Del dicho al hecho, damas y caballeros, la voz parda no buscaba moverlos ni conmoverlos, sino que disfrutaran nuevamente sus sueños.

El viejo sabor del olvido fluyó de boca en boca, no sé si por los aplausos o a la hora de los besos. La audiencia, pese a la humedad marítima reinante en la rada, se desoxidó a tambor batiente, y envuelta en la bruma, armó una exclamación de todos los nombres perdidos, de las entonaciones cercenadas, de los verbos activos desactivados.

La luna giró sobre su eje para enderezarse, ya la estaba mareando el desfiguro. La bruma se caldeó solita. La audiencia, así a oscuras, se transformó en presencia, balanceó el pellejo y puso a la voz parda un listón rojo y amarillo, como cristal en el oro, como sangre que vuelve al cuerpo.

Ya no un imaginario rewind histórico. Ya no palabras grises irremediables. La recuperada multitud de voces, navegante desde tierra, sueña fuertemente los colores que han de filtrar la bruma y la negrura al rayar sus ojitos el alba.

De entonces la voz parda, esnif-esnif, se conserva en mermelada, en pies de página y una placa alusiva en las afueras del nuevo y espectacular autocinema en la rada, con el mar de fondo y la noche, si no llueve, envolviendo las historias.

La función es en tecnicolor, y el sonido senso-round abre las varias puertas interiores. Ninguna palabra ha sido olvidada. Así de fácil como suena, tiene su gracia.