MEMORIAS DE UN TEATRISTA TOTAL Tiene Jorge Papadimitrou Galván una memoria cuidadosa y tan bien ordenada que, a la postre, resulta más útil para los demás que para él mismo. Se trata, por lo tanto, de un ejercicio generoso que sabe comunicar experiencias, abrir el paso a las reflexiones y proporcionar una serie de datos indispensables para reconstruir la historia de nuestro teatro de los últimos años, tanto el de la centralista capital como el de la provincia que, luchando con presupuestos exiguos y con las indiferencias de un público en permanente proceso de formación, cumplía su tarea con la despierta imaginación propia de un teatro pobre, tanto por sus muchas necesidades como por su idea de que son los actores y las actrices los principales protagonistas de ese renovado milagro del arte y de la comunicación que, desde las épocas griegas, ha sido el más vivo y crítico retrato de los distintos tiempos históricos. No quiero distraerlos con las memorias de mi amistad y de las empresas que llevé a cabo al lado de Jorge Galván. Nos conocemos desde hace muchos años. Triscamos juntos en el parque jurásico del teatro mexicano, escribimos en suplementos culturales de pequeños periódicos de provincia, se me ha dado el gusto de escribir el prólogo de uno de sus libros y varias reseñas sobre sus trabajos teatrales, me ha enseñado muchos secretos de la escena y admiré y sigo admirando su amor por la farándula y por la carátula (Cervantes dixit), así como la serena maestría con que construye sus personajes en escena y los imagina y plasma en su obra dramática. Para escribir una semblanza de este teatrista que mucho tiene de apóstol y de misionero (espero que perdone estos excesos admirativos), me puse a releer La paradoja del comediante de Diderot y los recuerdos y notas de trabajo de Charles Dullin. Gracias a esas lecturas pude entender plenamente los objetivos perseguidos al escribir sus memorias. Al igual que Dullin, utiliza la anécdota para poner en relieve lo esencial: la búsqueda apasionada de las leyes de la creación en el actor. Piensa en sus jóvenes camaradas y para ellos reflexiona en voz alta y hace el repaso de su vida en el teatro. Su intención es la de ayudarlos en el aprendizaje de un arte difícil que, de acuerdo con Barrault, avanza continuamente por vías oscuras, entre el instinto y la inteligencia, la intuición y la deducción. Por eso Meyerhold arrojó el puente entre las tablas y el público, para buscar una mayor comunicación, pero, sobre todo, para encontrar la sinceridad sin fisuras y la pureza del teatro griego, de la Commedia dellarte y del más poético de los mundos creados en el escenario, el del teatro nõ del Japón. En estas arduas tareas artísticas, Jorge Galván, al igual que Charles Dullin, sabe que: lo que necesitamos no es la maquinaria que haga descender a los dioses sobre el escenario, sino a los dioses mismos. Para los estudiosos del teatro mexicano y del universal, estas memorias, densas en significados y en aventuras y al mismo tiempo ligeras y antisolemnes, serán de gran utilidad, pues por ellas circulan el Instituto de la Anda, los títeres de la infancia, la influencia de una madre que amaba al teatro, uno de nuestros actores paradigmáticos, Alfredo Gómez de la Vega (estoy viendo su Willy Looman pequeño y desasosegado), los movimientos de renovación del teatro mexicano, obras de Lenormand, Molnar, Cocteau, Romains, Anohuil, Giraudoux, Chéjov, Gogol, ONeill, Miller, Williams, algunos de los contemporáneos; los constantes griegos, la Commedia, Molière, los clásicos españoles y algunos autores del teatro del absurdo (uno de mis mejores recuerdos escénicos es el de haber dirigido a Jorge en La cantante calva de Ionesco. Su Señor Martin equilibró una puesta en escena que buscaba construir una farsa reflexiva, como son o deben ser las verdaderas farsas). Por estas páginas pasan doña Prudencia Grifell, Charles Rooner, don Andrés Soler, maestro de actores; Joaquín Pardavé, nuestro miglior fabbro en materia de caracterización; el teatro de la provincia: Campeche, Querétaro, San Luis Potosí, Aguascalientes; el magisterio de Salvador Novo, la compañía de repertorio de Bellas Artes, las carpas del inba, el infatigable rancheo del teatro popular, Los Cómicos de la Legua; la familia formada casi entre las bambalinas, la esposa fuerte y generosa, la hija actriz notable, ciento setenta y cinco producciones en cincuenta años. Lo veo como el escribano de Sancho Panza en la Ínsula, en muchas obras de Molière, como el Señor Martin, Don Perlimplín, el reportero de A ocho columnas de Novo; en Edipo Rey, Las Bacantes y, sobre todo, como un inolvidable Mascarilla molieresco. Lo veo en obras de Calderón de la Barca, Carballido y Pirandello; en su papel cinematográfico de Bruno y, de manera muy especial, en las obras con las que ha enriquecido al teatro mexicano: Dramínimos. Réquiem por una esperanza, Clase a medias, Para burlar al tiempo, La cuadrilla, Te quiero lo mismo, 1929, El cuchara de oro y Los años sin cuenta. Uno de los aspectos principales de este hermoso libro de memorias son las reflexiones sobre el trabajo actoral, la creación dramática y la relación dialéctica que se da entre el teatro y la sociedad. Sus experiencias como delegado del Instituto Nacional de Bellas Artes en varias ciudades del país, como coordinador de varias compañías y como funcionario cultural lo facultan para hacer una serie de valiosas consideraciones sobre la difusión de la cultura y el papel del Estado en las tareas artísticas que son una dimensión esencial de lo humano. Estas memorias pertenecen a uno de los
más completos teatristas del México contemporáneo.
Al leerlas lo recordé actuando, diseñando escenografías
y vestuarios, dirigiendo, solicitando apoyo para los muchos grupos y compañías
que fundó, haciendo los dibujos para los programas de mano, vendiendo
boletos, haciendo y marchanteando gelatinas, recorriendo la legua, escribiendo
sus obras, recibiendo aplausos y premios. Por estas poderosas razones pienso
que es totalmente molieresco. Ahora, las memorias de Jorge nos pertenecen
a todos los teatristas y teatreros. Hay en ellas un entrañable aliento
vital, una emoción incontenible y ese misterio que recorre los caminos
del teatro y que los teóricos más profundos no han logrado
desentrañar. Esto, dice Dullin, debe producir a los teatristas una
gran humildad, pues los coloca ante la posibilidad de comprenderlo más
con el corazón que con el espíritu crítico.
Hugo
Gutiérrez Vega
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