jueves Ť 25 Ť octubre Ť 2001
Adolfo Sánchez Rebolledo
Digna Ochoa
El asesinato de la abogada Digna Ochoa nos puso de golpe ante la posibilidad de imaginar el futuro como un retroceso histórico. El crimen es un ejercicio de impunidad para probar que nada ha cambiado, que a pesar de todo permanecen los hábitos que nos llevaron, en los años setenta, a una espiral de abusos de poder cuyas consecuencias aún no acabamos de superar. Desde luego que no será fácil dar con los responsables, pero una investigación a fondo es completamente necesaria para evitar que caigamos en el pantano del temor y la desconfianza, en la justificación de los desesperados.
La sucesión de hechos hasta llegar al desenlace fatal del día 19 revela la existencia de un mundo paralelo y subterráneo de violencia y amenazas cumplidas, no sujeto a ninguna disposición legal, en el que se mueven sicarios y escuadrones de la muerte, ajustando cuentas en una guerra particular contra quienes resulten sus enemigos.
Con el artero crimen se envía una advertencia ominosa a otros defensores de los derechos humanos, pero también al resto de la sociedad, haciéndole saber desde la oscuridad que no se tolerarán ciertas conductas que se consideran peligrosas. El país ha cambiado, ciertamente, pero sólo algunos ilusos pueden creer que las transformaciones democráticas borran automáticamente las viejas prácticas de círculos que históricamente han ejercido la represión como un acto incontrolado de venganza. Eso no significa que los cambios hayan sido inútiles, sino que falta un largo trecho para que la justicia deje de ser una expresión retórica y pase a formar parte de una convivencia civilizada.
Desaparecieron los halcones, el Batallón Olimpia y la Brigada Blanca, la sociedad es más vigilante, pero jamás se hizo un ajuste de cuentas con los mandos de la guerra sucia; se dejó que el tiempo desvaneciera cargos e imputaciones, apostando al olvido, sin que los responsables sufrieran el más mínimo castigo. Pasaron más de treinta años desde la matanza del 2 de octubre, y ésta es la hora que no tenemos la posibilidad de conocer los archivos oficiales. Las puertas del Cisen, a pesar de todo lo que se ha dicho, siguen cerradas, y las autoridades competentes, a las que en teoría corresponde abrir los expedientes, dejan que el tiempo pase sin mover un dedo.
Y en vez de profesionalizar los cuerpos de seguridad bajo la vigilancia de los jueces y la propia sociedad, se disolvieron las viejas agencias sin revisar su actuación para deslindar responsabilidades. La ausencia de un foco que perseguir hizo suponer que los métodos de la guerra sucia se habían extinguido, pero hoy sabemos que éstos no se evaporan cuando reaparecen los estímulos y prevalece la impunidad.
Ahora la sociedad se lamenta, incrédula, de que estas cosas nos pasen cuando el país vive un clima de libertades y los derechos humanos son protegidos y vigilados por decenas de organizaciones civiles y por comisiones nacionales y estatales ampliamente reconocidas por las autoridades. Sin embargo, los hechos nos dicen que hay ciertos aspectos que no han sido tocados por la vara de la modernización democrática. Uno de ellos, el más oscuro de todos, es el que concierne a la vigencia del estado de derecho en cuestiones que se estiman como de seguridad nacional e involucran a las fuerzas armadas y a diferentes corporaciones policiales. No son infrecuentes la detenciones sin orden judicial, la incomunicación y los malos tratos y, en el extremo, la tortura y la fabricación de pruebas. Sin embargo, la misma franja de la sociedad que rechaza la impunidad, en ocasiones prefiere olvidar que todos los ciudadanos tienen el mismo derecho a una defensa justa, sin importar la magnitud del delito que se les impute: permanece vigente la pulsión primitiva de que cada quien recibe lo que se merece, que es el primer paso para, en nombre de la justicia, abolir el derecho. No se necesita haber pasado por la experiencia traumática de los años setenta para saber cuál es el sentido de este crimen atroz en un mundo cargado de violencia y terror.