MARTES Ť 23 Ť OCTUBRE Ť 2001
Ugo Pipitone
Crisis: actualidad de Hobson
La crisis económica es uno de los corsi e ricorsi viquianos que estamos aún lejos de gobernar. Lo que, en nuestros días, resulta francamente paradójico. Ya son bastante graves los problemas que surgen con el crecimiento para que las recesiones empeoren las cosas golpeando a los más débiles y reduciendo los recursos para iniciativas que fortalezcan las razones de la democracia sobre las de la eficiencia.
Las crisis dividen aún más las sociedades en ganadores y perdedores. Y la mayor parte de estos últimos son justamente el segmento al cual el progreso previo no había modificado la vida sustantivamente, o aquellos que apenas comenzaban a trepar la cuesta y son devueltos bruscamente al lugar de origen.
En el presente que nos tocó vivir, no siempre el crecimiento produce efectos positivos sobre los "sectores desprotegidos". Y las recesiones dividen aún más lo que el progreso no termina de cicatrizar. Si uno de los retos fundamentales del desarrollo económico es ampliar los espacios de integración social y de democracia, las interrupciones del ritmo de crecimiento empeoran todo el escenario.
Frente a situaciones de crisis en que el capital disponible se revela súbitamente en exceso respecto a sus posibles usos productivos, se prospectan tres opciones fundamentales: 1. No hacer gran cosa y dejar que los mercados purguen sus excesos para crear mejores condiciones de rentabilidad para los que sobrevivan; 2. Alimentar una demanda artificial que mejore temporalmente las perspectivas de consumo e inversión; 3. Operar cambios que amplíen las fronteras de los derechos colectivos como ámbito de nuevas iniciativas económicas. En esta última perspectiva, la riqueza adquiere un sentido como base material para el ensanchamiento de los espacios y oportunidades de la democracia. Y éste es el reto: poner en círculo necesidades democráticas y ampliación de la base productiva.
Esta es la situación actual, grosso modo: luego de cinco años de crecimiento superior a 4 por ciento, la economía estadunidense entró en una fase de desaceleración que deja prever un crecimiento inferior a uno por ciento para el 2001. Los títulos accionarios perdieron casi 40 por ciento de su valor respecto al pico de 2000. Todo ello empalma con el débil crecimiento europeo y la franca recesión japonesa. Moraleja: la economía mundial, que creció a 4 por ciento promedio en los últimos siete años, podría crecer debajo de 2 por ciento este año.
Más allá del carácter específico de la actual desaceleración, el problema general que se plantea es el de pasar de la alternativa dos a la tres según nuestra clasificación previa. Las reducciones de impuestos y tasas de interés (para crear mejores condiciones de rentabilidad de las empresas) son medidas de corto plazo que pueden acelerar los tiempos de la recuperación, pero no crean condiciones estructurales capaces de domesticar progresivamente el ciclo económico en el mediano ni en el largo plazos. Y menos aún en un país como Estados Unidos, donde los impuestos están apenas por arriba de 30 por ciento del PIB frente a más de 40 por ciento en el conjunto de las economías avanzadas.
Si a esto añadimos que luego del 11 de septiembre debería resultar urgente promover políticas de mayor solidaridad a escala nacional e internacional, es inevitable volver a John Hobson que, a comienzos del siglo XX propugnaba un aumento del gasto social como alternativa al gasto militar asociado al imperio de Su Majestad.
Ahora es (casi) lo mismo: se trata de construir espacios sociales que alimenten nuevos ciclos de expansión económica, y esto no ocurrirá sin el inicio de un serio debate político (nacional e internacional) sobre nuevas estrategias y reglas de desarrollo de largo plazo.
Después del gran miedo de 1997 no pasó nada en términos de reforma del sistema financiero internacional; terminada la urgencia, terminó el susto.
Sería grave que ocurriera lo mismo hoy frente al peligro de recesión con el añadido del terrorismo. Lo único positivo de las crisis es que son momentos en que no cambiar puede ser más arriesgado que hacerlo.