Ť Férreo control oficial
Un enclave islámico, bomba de tiempo en Uzbekistán
JUAN PABLO DUCH ENVIADO
Fergana, 21 de octubre. Para llegar desde Tashkent a Ferganá, la ciudad más importante del valle homónimo, la región más religiosa de Uzbekistán, considerada la base de apoyo de los radicales islámicos, es necesario pasar una decena de retenes del Ministerio del Interior.
A juzgar por el interés que los soldados ponen en revisar los vehículos, la verificación de documentos es sólo un pretexto para asegurar que nadie introduzca en la zona armas y literatura subversiva.
Con esta determinación, se entiende cualquier material impreso de los grupos islámicos radicales que no reconocen el Estado laico que tiene Uzbekistán, cuya población mayoritariamente, 88 por ciento, se reconoce creyente, pero se identifica con una corriente sunnita más moderada y tolerante del Islam.
El gobierno del presidente Islam Karimov, que en su mismo nombre encierra una contradicción, dicen sus críticos, redujo aún más los márgenes de libertad de creencia y persigue toda manifestación religiosa que escape a los controles del Estado.
En el valle de Ferganá, atrasada zona rural entre las montañas de Uzbekistán, Tadjikistán y Kirguistán, a unos 300 kilómetros de distancia de Tashkent, el factor islámico es mucho más acusado que en el resto del país y quizá que en toda Asia Central ex soviética.
La densidad de población en el valle es la más elevada de todas las repúblicas de la antigua URSS en la zona y ello genera mayor desempleo, falta de tierras, escasez de agua y otros serios problemas, que constituyen el caldo de cultivo para los ánimos antigubernamentales y la búsqueda de soluciones no siempre pacíficas.
No es fortuito que aquí existan, en la clandestinidad, grupos integristas que se alzaron en armas y consideran al presidente Karimov poco menos que un "infiel" y un "traidor".
La respuesta de Karimov, en nombre de la seguridad del Estado, ha sido implacable. Tener en su poder un solo volante o folleto de cualquiera de los grupos proscritos puede representar para un uzbeko muchos años de cárcel, bajo la acusación de atentar contra el régimen constitucional del país.
Según datos de organizaciones internacionales de derechos humanos, en Uzbekistán 7 mil 500 personas cumplen condenas hasta de 20 años por sus creencias religiosas, en juicios que podrían no celebrarse, toda vez que el resultado es predecible e invariable desde el momento mismo que se detiene al "sospechoso".
Con estos antecedentes, la primera impresión que se tiene al recorrer las calles de Ferganá, un domingo soleado como este, sorprende: reina una normalidad absoluta.
Los bazares están animados y los compradores regatean a voz en cuello, pequeños locales que hacen las veces de loncherías al aire libre ofrecen los platos uzbekos tradicionales: el plov, especie de paella, pero con carnero que sustituye el pollo, el cerdo y los mariscos; el langman, sopa de fideos y carnero; los manty, suerte de ravioles grandes, rellenos de carnero y, desde luego, el shashlik, carne asada, por supuesto de carnero.
No todos se permiten comer en alguno de estos lugares, pero tampoco están va-cíos. A falta de cantinas, los hombres, muchos ataviados con el chapán, bata de algodón, y la tiubiteika, gorro típico, se congregan en los llamados salones de té para pasar el rato y escuchar la opinión de los ancianos, literalmente venerados.
Algo que no se ve en Tashkent, aquí sí cesa toda actividad cinco veces al día, las que corresponden al tiempo que todo musulmán debe dedicar a la oración. La abundancia de pares de zapatos junto a la entrada de cualquiera de las mezquitas da una idea de la religiosidad de los pobladores del valle de Ferganá.
Pero es una normalidad aparente. La gente desconfía de los extranjeros, "infieles" por definición, y teme que decir un poco más de lo permitido por las autoridades se revierta en forma de severo castigo. Las miradas de reojo denotan una actitud diferente a la curiosidad y hasta cierta simpatía de los habitantes de Tashkent, que al cabo de unas horas de tratar a un extranjero se esmeran en demostrarle que el uzbeko es un pueblo muy hospitalario.
En Ferganá, sin embargo, no todos eluden el contacto con el extranjero y, tras el sondeo de rigor, se muestran dispuestos a contar, a pesar del riesgo que asumen, su versión. Son sobre todo jóvenes y tienen el cuidado de subrayar que no militan en ningún grupo político o religioso. Algunos incluso evitan la palabra simpatizante aplicada a sí mismos, pero es obvio que lo hacen por simple precaución. La Jornada conversó con varios de ellos.
Nizomiddin, así se presentó el que resultó más enterado de los interlocutores, expresó su inconformidad con el apoyo logístico que está dando Tashkent a Estados Unidos en su campaña militar contra el vecino Afganistán.
"Un país musulmán nunca debe ponerse del lado de quienes pretenden sembrar la muerte y acabar con el orden establecido en otro país musulmán, es un error que tendrá consecuencias muy graves", dijo.
-¿Considera usted justa la jihad declarada por los talibán contra Uzbekistán, su propio país?
- Eso no se lo voy a responder, pero de algo sí estoy seguro: la guerra de los "infieles" contra nuestros hermanos afganos va a provocar un auge de los sentimientos islámicos en Uzbekistán y no sería extraño que el Movimiento Islámico de Uzbekistán (MIU) intensifique la lucha armada contra el régimen de Karimov -sostiene Nizomiddin.
-En Tashkent, las autoridades aseguran que el MIU fue prácticamente desarticulado, después de los enfrentamientos del verano antepasado, y que ahora sólo conserva el nombre y un grupo reducido de combatientes, refugiados en Afganistán...
-Es mentira -interrumpe Nizomiddin, antes de que se le formule la pregunta, y explica?: El aparato represivo del Estado, es cierto, ha golpeado muy duro al MIU, y no sólo a los militantes que han tomado las armas como última opción, sino a cualquiera que se atreva a decirse simpatizante del movimiento. Lo que ha cambiado es la forma de operar. Se orilló al MIU a actuar en la clandestinidad y el número de miembros va en aumento.
Es difícil saber hasta qué punto los radicales islámicos del valle de Ferganá terminen por hacer explotar la estabilidad de Uzbekistán que presenta como uno de sus mayores logros el gobierno de Karimov, al precio de aplicar una política de mano dura.
El problema, en todo caso, no se reduce al MIU. Hay un grupo también clandestino, Hizb ut Tahrir, que tiene en el valle de Ferganá incluso mayor número de militantes, se calcula que varios miles, y cuya meta proclamada es establecer en Uzbekistán un "orden islámico" similar al que impusieron los talibán en el vecino país.
El gobierno de Karimov asegura que este grupo recibe financiamiento foráneo, como filial de una organización que se fundó en 1953 en Jordania con el propósito de unir a todos los musulmanes del mundo en un solo Estado. Fracasado el plan, según Tashkent, ahora buscarían al menos crear un jalifato de Asia Central, agrupando a las repúblicas ex soviéticas de la región.
El deterioro de las condiciones de vida en el valle de Ferganá, aunado a la arraigada religiosidad de su gente, desde hace ya algunos años convirtió este lugar, enclavado entre Uzbekistán, Tadjikistán y Kirguistán, en una potencial bomba de tiempo.
El ataque de Estados Unidos contra Afganistán, por lo pronto, sólo complica más las cosas.