Clapton, la voz gloriosa del blues
Durante 52 minutos los riffs del maestro manolenta cautivaron a 45 mil espectadores
Imaginad el orgasmo simultáneo de 45 mil personas. Ved en el reflejo de la guitarra que está sonando el verso del poeta persa Nazimi, y en el riff del blues que está gimiendo gentilmente está el espejo del gesto de un sublime trance erótico.
Eso fue el concierto de Eric Clapton la noche del 19 de octubre de 2001, fecha histórica por lindísimas razones. Fue una noche de belleza azul, 15 canciones más una de regalo, de las cuales la número 14 fue la más bella: Layla, inspirada en un poeta persa y en un amor prohibido.
Corren ríos de adrenalina por los pocos intersticios que quedan en el Foro Sol. En punto de las 20:30 empiezan las rolas poperonas de Toto, que admirablemente saca jugo y zumo y lama y viento de sus 52 minutos exactos en escena, y en cuanto suelta los éxitos de antaño, Roxana y Africa especialmente, no sólo sueltan alaridos de entre el público, sino también la aprobación de los más escépticos, sobre todo cuando exprimen devaneos en el más puro estilo progresivo y en loas contiguas a sus compadres del primer Génesis, el antiguo Tangerine Dream y el grupo Yes el pleistocénico.
Pero a lo que venimos fue a escuchar a Clapton. Desde el asiento 82 A, en la primera fila, la vida es diferente. Se escucha tan real que la guitarra acústica se oye sin la amplificación eléctrica, es decir, desnuda, al igual que los tambores de la batería asemejan lindos traseros femeninos azotados suavemente por el mismísimo Marqués de Sade. Ni siquiera resulta inconveniente, vaya, estar rodeado de puros pirrurris y de yuppies prepotentes. La música salva, ya lo dijo dios, es decir Clapton, convencido de que cura.
Porque cómo no va a ser bendita la égloga que emite la guitarra más veloz y más tardada del planeta. Del concierto que presenciamos el 6 de febrero de 2001 en el Royal Albert Hall, de Londres, al que vivimos anoche en México hay bastantes diferencias: no llegó hasta aquí Paulinho da Costa, tampoco el coro de negroles ni el track listing fue completo. En cambio, las variantes ofrecieron mejoras estupendas: de los tres sets originales la reducción quedó convertida en gran aumento: una dosis monumental de blues que nos puso a derramar baba, lágrimas y todo tipo de fluidos corporales en metáforas, como cuando el Michael Jordan de la guitarra, es decir el Eric Clapton del baloncesto, soltó ese blues infinito de mejillas húmedas ahogadas en un River of tears, la rola siete del concierto.
Toda la primera parte siguió el orden exacto del disco Unplugged, en un set de tres guitarras y cinco rolas, de las cuales la tercera, Tears in heaven, puso en órbita a los que no habían podido despegar con el blues anterior, la rola dos: Estás en mi pensamiento (I got you in my mind). Sonaron, al igual que en el inicio de la gira en Londres hace ocho meses, canciones de los mismos discos: Unplugged, Pilgrim, Reptile y las inconmensurables rolas clásicas.
Enseguida el maestro manolenta irguió las comprobaciones de su genio: entre otras maravillas, el fino arte de las escalas contrastantes: pasmosos cambios de ritmo, de tono, de velocidades, en efectos de reversa, ascenso, descenso, pasmo y alucinación. Anda navegando lejos, muy arriba, hasta arribota dios, es decir Eric Clapton, y uno, presa de un trance hipnótico de placer y orgasmo, empieza a ver una luuuuuuuz.
Repta hacia arriba la música, ora hacia abajo, repta rápido lento rápido lento, muy lento y muy rápido el muy reptil.
Visto a siete metros de distancia, dios es más bien muy tímido. ƑQue cómo viste dios? Sencillo, muy sencillo: camisa azul cielo, pantalón de lino claro, chamarra azul marino, pulsera de cuero en la muñeca izquierda. Un alma azul de blues y un corazón simple, flaubertiano. Por cierto, disculpe: Ƒusted cierra los ojos mientras besa? Le pregunto porque dios, según lo pude ver de cerca, cierra los ojos mientras hace el amor, es decir, mientras hace una música sublime.
Maestros de los riffs de aguas sinuosas, de los tiempos quebradizos, de la poesía hecha blues, los arcángeles que custodian a Eric Clapton, es decir, sus músicos, le tienden guirnaldas cada vez que termina una canción, de igual manera que un poeta acaba un verso y encadena, no suelta, no se sale, empieza la siguiente cópula y nuevamente elonga el placer, alarga el clímax, detiene el tiempo. Disculpe: Ƒcuánto tiempo dura usted haciendo eso? Le pregunto porque dios parece que no acaba nunca y siempre acaba. Dicen que el poder divino es infinito. Así ha de ser, o sea: amén, que así sea pues.
Imaginad el coito cósmico de Dios y entonces podrá usted sentir, palpar, oler, saborear, escuchar y ver los 105 minutos que duró el concierto que, para acabar pronto y decirlo en términos poéticos, no tuvo ni un ápice de madre.
PABLO ESPINOSA