sabado Ť 20 Ť octubre Ť 2001

Enrique Calderón Alzati

Acapulco, antes del 11 de septiembre

Hace poco más de tres meses iniciamos un estudio comparativo sobre la calidad de vida en las 25 ciudades con mayor población del país, el cual nos ha permitido identificar a Chihuahua y a Monterrey como las que tienen mejores condiciones en cuanto a educación, empleo, nivel de ingresos, viviendas y servicios municipales urbanos. La gran sorpresa fue que el puerto de Acapulco ocupara el último lugar, en una situación francamente desastrosa.

Así, su escolaridad media es una de las más bajas del país, la mitad o más de los adultos se dedican a actividades en la economía informal y el ingreso medio es el más reducido, entre los de todas las ciudades, con una pérdida en su valor real de más de 30 por ciento en la última década. El problema debiera preocuparnos a todos por su significado, especialmente después del 11 de septiembre.

Para quienes tienen hoy más de 40 años, les debe ser fácil recordar lo que era y representaba Acapulco en la década de los sesenta. En aquel tiempo, para estadunidenses como para muchos otros extranjeros, hablar de México era hablar de Acapulco, el lugar preferido por el mundo para unas vacaciones en la playa. Allí venían a pasear las estrellas de cine, los políticos y los millonarios de Estados Unidos.

De alguna manera Acapulco constituía nuestro contacto con la modernidad, nuestra primera experiencia de globalización, el ejemplo maravilloso de lo que el liberalismo podía hacer. Al mismo tiempo, y por las mismas razones, era también la tierra de las oportunidades, de la aventura y de la especulación; a él llegaron oleadas de hombres y mujeres buscando trabajo y fortuna. La ciudad creció más de ocho veces entre 1960 y 2000. El crecimiento fue caótico, desordenado y entusiasta. Para el gobierno del estado de Guerrero, Acapulco le representaba un ingreso seguro y barato, una especie de máquina para hacer dinero. Nadie se preocupó por la infraestructura urbana que el puerto necesitaba, ni por los problemas sociales que allí se engendraban, no había por qué preocuparse, los y las estadunidenses estaban enamorados de Acapulco y allí vendrían siempre.

A partir de 1980 todo esto dejó de ser cierto cuando otros centros turísticos empezaron a operar en México y el Caribe. Acapulco no estaba en condiciones de competir en el mercado internacional y hubo de conformarse con el turismo nacional, numeroso, pero pobre; los negocios comenzaron a cerrar y el desempleo se convirtió en un problema grave; el ciclón que azotó al puerto tres años atrás dejó a la vista la gravedad de los problemas. Antes del 11 de septiembre del 2001, Acapulco constituía ya un foco rojo en materia de inseguridad, desempleo y falta de servicios, que requería atención urgente del gobierno y era un claro ejemplo de lo que sucede cuando no se cuenta con proyectos de desarrollo sustentable.

Dudo mucho que este gobierno haga algo por Acapulco, dada la poca sensibilidad y la falta de visión que ha mostrado hasta ahora, y que por lo demás sigue los pasos de sus antecesores en materia económica; sus estrategias de exportación y vinculación con el mercado mundial simplemente no pasan por Acapulco, por lo que su situación ciertamente no mejorará a partir del 11 de septiembre, a menos que se diera un proyecto prioritario de rescate.

Pero Acapulco es mucho más que esto, es un claro ejemplo del riesgo que corre el país entero, al quererlo vincular tan estrechamente con Estados Unidos, generando ligas de dependencia como las que se han venido estableciendo por más de una década y que el gobierno de Fox continúa con singular alegría. Así, México carece hoy de un proyecto propio de desarrollo, como en su tiempo faltó en Acapulco; busca atraer inversiones estadunidenses y extranjeras, como las que en otros años llegaron al puerto; pretendemos venderle a los estadunidenses nuestros productos y trabajar para ellos, como en algún momento lo hicieron los comerciantes de Acapulco, y lo peor es que seguimos actuando y pensando así después del 11 de septiembre.