MARTES Ť 16 Ť OCTUBRE Ť 2001

Ugo Pipitone

ƑConflicto de civilizaciones?

El tema es evidentemente central y, sin embargo, son tan pocos los elementos a disposición para entender lo que podría ocurrir a partir del 11 de septiembre. Lo que sabemos es que en el mundo hay 6 mil millones de seres humanos (10 mil en medio siglo más) y que cerca de la mitad de ellos viven con menos de dos dólares al día. También sabemos (o deberíamos saber) que, después de las Torres Gemelas, ningún país que haya alcanzado un alto grado de bienestar podrá conservarlo en el largo plazo sin participar, más allá de sus fronteras, en amplios (actualmente ineficaces o inexistentes) mecanismos de solidaridad global.

Dicho lo cual, nos quedan algunas esperanzas. La primera es que el polo desarrollado del planeta asuma con mucha más fuerza y seriedad el tema de la pobreza mundial y la necesidad de dirigir en su contra esfuerzos más determinados de los que provienen actualmente del mercado. Tal vez, después del 11 de septiembre, resulte insuficiente la velocidad con la que el mercado resuelve los problemas que promete resolver. Y frente al tiempo que escasea no hay más remedio que recurrir a un nuevo salto de la voluntad política.

La segunda esperanza es que el Islam supere lo más pronto posible esa ofuscación puritana que lo recorre desde hace algunas décadas y vuelva a ser lo que fue en otros momentos de la historia: una gran civilización capaz de realizaciones asombrosas en beneficio de sí misma y del mundo. El Islam nos está dando desde hace ya demasiado tiempo lo peor de sí mismo (teocracias, líderes providenciales y regurgito de fe), lo que ahora llega al delirio del terrorismo santo. Exactamente lo que nos faltaba para hacer del mundo un lugar menos vivible de lo que ya era.

No existe, naturalmente, garantía alguna de que las dos esperanzas se materialicen -si es que ocurre- y lo hagan, además, en forma sincrónica. Pero tampoco puede excluirse esa posibilidad si los líderes de los mayores países del mundo asumen sus responsabilidades globales y si Medio Oriente y Asia oriental encuentran fórmulas viables de laicidad y desarrollo. Y si a eso se añadiera una pizca de buena suerte, tal vez podríamos escaparnos de algunas catástrofes evitables.

Por tan necesarias que sean las acciones militares contra el terrorismo, nadie puede ser tan ingenuo para creer que el desarme de algunos miles de fanáticos sea la clave suficiente para construir un mundo vacunado de delirios religiosos o de cualquier otra fuente. Habrá que doblarse las mangas y comenzar finalmente una profunda reforma del orden económico internacional para evitar que la desesperanza de miles de millones se convierta en hostilidad hacia todo lo exterior en nombre de alguna pureza interna idealizada. Y para evitar, de paso, esa vergüenza de una tribu global que alardea serlo sin saber cuidar a sus miembros más débiles.

Voy a mencionar algunas decisiones que, a esta altura, me parecen ineludibles: 1) la anhelada introducción de un impuesto sobre los movimientos internacionales de capitales; 2) la fijación de alguna clase de código social para las multinacionales, que las obligue a dedicar una pequeña parte de sus beneficios a obras locales de bienestar; 3) el cumplimiento del compromiso de los países avanzados a entregar el uno por ciento de su PIB a la ayuda económica internacional.

Casi nadie cumple actualmente este compromiso. Si en 1999 se hubiera cumplido, el monto de Asistencia Oficial al Desarrollo habría sido de 125 mil millones de dólares, en lugar de lo que fue: 56 mil millones. Casi todos los países desarrollados están muy lejos de entregar el uno por ciento de su PIB al desarrollo de los más pobres. Los que no llegan ni a una cuarta parte de su (obviamente genérico) empeño son: Estados Unidos, Inglaterra, Italia, España y Australia.

Estados Unidos e Italia canalizan a la ayuda al desarrollo internacional 33 dólares por cada uno de sus respectivos habitantes, contra los 203 de Holanda. Para sólo dar un ejemplo de la dura distancia entre lo necesario y lo real.