Aguas civiles e íntimo decoro Fue breve el periplo vital de Ramón López Velarde. Partió de Jerez para pasar por Aguascalientes, Zacatecas, San Luis Potosí y llegó a la ciudad capital de "la suave patria". En su seno se extinguió cuando apenas se acercaba a los treinta y tres años. "No se ha visto/ poeta de tan firme cristiandad. /Murió a los treinta y tres años de Cristo/ y en poético olor de santidad", decía nuestro vanguardista total, José Juan Tablada, en el poema-retablo que dedicó a la memoria de López Velarde, el padre soltero de la moderna poesía mexicana. En los años que pasó en el Seminario de Aguascalientes se acercó a los clásicos grecolatinos y se inició en la lectura de los autores del Siglo de Oro de España. Ya estudiante de Derecho en San Luis Potosí lo deslumbraron los simbolistas franceses, especialmente Baudelaire ("entonces era yo seminarista/ sin Baudelaire, sin rima y sin olfato", dice en uno de esos poemas en los que acostumbraba hacer burla de sí mismo), y leyó con cuidado a Othón (sabemos que admiraba su "Idilio salvaje"), Nervo, Gutiérrez Nájera, Lugones, Laforgue, Francis Jammes y Darío. Intentaré en este breve recuerdo comunicarles mi experiencia como lector de la poesía de López Velarde. No pretendo asestarles verdades inapelables o convertirme, como lo han afirmado algunos académicos de ánimo prusiano, en el dueño absoluto de la "interpretación y glosa" de la obra del poeta jerezano. En primer lugar, pienso que la poesía tiene tantas interpretaciones como lectores que en ella se adentren, y está muy lejos de mi ánimo la pretensión de figurar como un especialista en los terrenos de una obra que admiro sin restricciones y leo constantemente. Su relectura me entrega algo nuevo, me obliga a rectificar sensaciones anteriores, me hunde en la perplejidad y me levanta gracias al asombro producido por la íntima esencia lírica de todas y cada una de sus palabras. Por otra parte y, para mayor abundamiento, sabemos que el poema habla por si solo. Por eso el termino "interpretación" no tiene mucho sentido. Recuerdo una respuesta dada por García Lorca en una lectura de su "Poeta en Nueva York". Ante la pregunta así formulada: "¿qué quiso decir en este poema?", Federico, educada, pero tajantemente, contestó: "Lo que dije." Así pues, un memorioso como el que en este momento los abruma con sus quisicosas (Unamuno dixit), debe limitarse a dar un testimonio, tanto de su experiencia de lector, como de su entusiasmo renovado en cada lectura. Los hechos de que camine ya los cortos pasos de la compasivamente llamada "plenitud adulta" y de que sea oriundo de la misma región cultural de López Velarde, tal vez agreguen algunos aspectos curiosos, y eventualmente útiles, a estas observaciones. La poesía de López Velarde debe ser leída con paciencia y paladeada gota a gota. Así nos entregará todos sus significados, la gracia de sus adjetivos novedosos y su originalidad irreductible. Su autor la gozó y la sufrió al mismo tiempo y ejercitó en ella la mayor y más profunda de las sinceridades. Por lo tanto, contiene sentido del humor, ternura, burla, la tragedia de la separación de los amantes, asombro ante el misterio de lo femenino, dicotomías constantes y funestas dualidades: "Me asfixian en una dualidad funesta,/ Ligia, la mártir de pestaña enhiesta/ y de Zoraida la grupa bisiesta." Pertenecía a la cultura católica y era víctima de las obsesiones sexuales de la Iglesia. Esta circunstancia agrandaba el conflicto entre el canon y el deseo. De esta lucha brotaron algunos poemas en los cuales mezclaba su "interno drama" con el gozo de la carne y sus bellos contactos. "Como quien sabe que mi interno drama/ es, a la vez, sentimental y cómico", dice en el canto de elogios a la "criatura pequeñita y suprema,/ adueñada de la cumbre del corazón". Quisiera poner un ejemplo de esa aventura
del espíritu que es el adentrarse en la poesía de López
Velarde: era yo cínicamente joven y ya había caído
gozosamente en la fascinación lopezvelardiana. Una tarde leí
uno de sus poemas y, de repente, me detuve, pues estaba perdido y ya no
entendía lo que tenía ante mis ojos ("y escucho con mis ojos
a los muertos" es la mejor definición de la lectura que conozco.
La hizo Quevedo en el retiro de su torre manchega): "Sara, Sara, golosina
de horas muelles,/ racimo copioso y magno de promisión que fatigas/
el dorso de dos hebreos." Leí de nuevo y la golosina, las horas
de beatitud y la belleza de la mujer concebida como un "magno racimo" de
gracias y abundancias, quedaron claras. La promisión y el dorso
de los dos hijos de Israel, eran lo que debía encajar en el conjunto
de la compleja imagen. De repente recordé algunas cosas de la infancia
en Los Altos de Jalisco y del terror de la Iglesia católica ante
la lectura de la Biblia (por aquello del "libre examen", pero también
por la detenida y bella descripción del cuerpo de la amada en el
Cantar
de los cantares). Además, pensé en el sucedáneo
que se inventó: los libros de Historia Sagrada y sus hermosas ilustraciones.
Se me hizo patente la que mostraba a dos hebreos saliendo de la tierra
de promisión con un prodigioso racimo de uvas colocado en una robusta
vara. Sus dorsos se abrumaban por el peso de los frutos milagrosos. Volví
a leer el poema y todo quedó en ese lugar donde el misterio y la
realidad se unen para darle forma. Esta experiencia de lectura me da cierta
autoridad para proponer algunas formas de aproximación a la obra
de López Velarde. Piensen los lectores en la ternura del recuerdo
infantil plasmada en "el ave que el párvulo sepulta/ en una caja
de carretes de hilo", en los improvisados y efímeros mandatarios
que llevaban "la trigarante faja en sus pechugas al vapor" o en la paz
bucólica del campo interrumpida por el diablo petrolero (Tabasco
y Campeche entienden de estas cosas). Por otra parte, a los poetas se les
ocurre que el progreso consiste en asegurar que todas las mañanas
nazca para todos "el santo olor de la panadería". A la mayor parte
de los políticos este desiderátum les parece una tontería
lírica. Por esos terrenos, íntimos y civiles, anda la poesía
de López Velarde. Su relectura abre de nuevo las puertas de la obra
de un poeta nacional que es, al mismo tiempo, autor de varias profundas
"partituras del íntimo decoro".
Hugo
Gutiérrez Vega
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