sabado Ť 13 Ť octubre Ť 2001

Javier Wimer

Luces de Iturriaga

La entrega de la medalla Belisario Domínguez a José Iturriaga me ha llenado de alegría. Tanta como si, por vía amistosa, me tocara una parte de su recompensa. La notoria ventaja de un premio bien atribuido es que se convierte en fuente de propiedad vicaria para muchos y especialmente si el ganador es, como en este caso, amigo de amistades numerosas.

A pesar de que heredamos el estilo de la meritocracia francesa no tenemos un sistema de premios con la democrática amplitud de la Legión de Honor, organizada para satisfacer la demanda de personajes de muy distintos calibres. Desde modestos funcionarios de provincia hasta grandes mandarines de la política de la inteligencia.

Nosotros hemos preferido el camino de los reconocimientos genuinamente excepcionales. Contamos con los premios nacionales de Ciencias y Artes, por especialidades, y con el Belisario Domínguez, que es el único instituido para exaltar el mérito civil. Seleccionar a quien habrá de recibirlo es tarea difícil, pues se debe encontrar a un candidato que combine prestigios profesionales y prestigios cívicos.

En esta ocasión el Senado de la República acertó plenamente al otorgar la medalla Belisario Domínguez a José Iturriaga, al gran Pepe Iturriaga, al erudito implacable, al escritor preciso, al funcionario sin tacha y, sobre todo, al ciudadano de tiempo completo que, desde distintas posiciones, siempre ha procurado el interés nacional. Que siempre lo ha hecho con esa generosa y entusiasta adhesión que caracteriza todas sus acciones.

Recuerdo a don Pepe en varios momentos. Me lo presentó Mario de la Cueva, Il miglior fabro de varias generaciones universitarias, quien se preocupaba no sólo por formar a los jóvenes en la libertad y en la sabiduría, sino por darles medios de expresión y abrirles las puertas a la vida pública. Un día de los remotos cincuenta el maestro De la Cueva me invitó a desayunar con Pepe Iturriaga en el viejo Sanborns de Madero, que era entonces ombligo del mundo mexicano y espacio privilegiado de las relaciones personales.

Desde aquel lejano entonces nos une una entrañable amistad que es singular y múltiple, pues incluye a otros miembros de mi generación como Víctor Flores Olea, Carlos Fuentes, Arturo González Cosío y Genaro Vázquez Colmenares. Esta amistad, que ya dura cerca de medio siglo, ha sobrevivido intacta a viajes, cambios de domicilio, destierros, diferencias políticas y otros avatares que suelen mellar las relaciones personales.

Una de las aventuras quijotescas de Iturriaga está relacionada con su loco amor por la ciudad de México. Durante el gobierno de López Mateos, en combinación y al margen de sus obligaciones oficiales como subdirector de Nacional Financiera y como asesor especial del presidente de la República, armó un gran proyecto para el rescate integral del Centro Histórico de nuestra ciudad capital.

Andaba de un lado a otro, de una oficina a otra, erizado de libros y viejas fotografías, de mapas y planos, de estadísticas y de presupuestos de inversión. Buscaba el diálogo, la colaboración y el acuerdo de todos los especialistas imaginables, en derecho, economía, arquitectura y urbanismo; en vivienda, transportes, recursos hidráulicos y finanzas. Entre sus consultores más frecuentes recuerdo a Pedro Ramírez Vázquez y al joven Teodoro González de León, a Juan Sánchez Navarro y a Carlos Trouyet.

Cuando el proyecto estuvo completo y con los debidos respaldos técnicos y financieros, se lo llevó a López Mateos, quien a su vez se lo entregó a Ernesto Uruchurtu, entonces regente de la ciudad de México. El lacónico sonorense le dijo al presidente que el proyecto le parecía magnífico y que para mejor llevarlo a cabo le pedía que aceptara su renuncia. Sin renuncia ninguna se cerró el acuerdo y el expediente.

Este fue el punto final de un sueño que bajo distintas advocaciones renace de tanto en tanto. Muchas de aquellas ideas, muchos de aquellos papeles, se pueden y se deben desenterrar para enriquecer los actuales planes de reconstrucción urbana. Se dispone, además, de las aportaciones directas del propio Iturriaga, quien a sus lúcidos y entusiastas 87 años piensa agregar muchos otros en la confianza imperativa de que "quien no piense vivir 100 años es un suicida".

Así me lo dijo hace unos meses en su refugio bibliográfico de Coatepec, donde se ha establecido con su esposa desde hace algunos años. Entre libros vive, entre libros escribe y entre libros recibe a sus amigos. Su espacio natural, el eje de su existencia, es su enorme biblioteca y la enorme biblioteca que tiene en su memoria.

Muchas son las virtudes de Iturriaga como historiador y cronista, pero la principal de ellas es, a mi juicio, la manera de sentir y de transmitir los acontecimientos como si fueran parte de la vida diaria y como si fuera necesario tomar posiciones frente a ellos. Entonces los hechos pretéritos se hacen presentes como materia prima para el compromiso y para la acción. Al revivir así el pasado, el historiador se transforma en un militante que al manifestarse, digamos, en contra de Maximiliano y a favor de Juárez no lo hace por imaginarse miembro del Partido Liberal, sino por haber encontrado las mismas razones que los liberales en su tiempo.

A este compromiso corresponde un afán demostrativo que llega a una minucia erudita y una vocación socrática que se cumple, de modo natural, en el viejo arte del diálogo. Por eso, por su erudición y por su necesidad de comunicarla, una parte consistente de su obra es palabra viva y discurso que ha regalado a sus oyentes.

Iturriaga es un personaje central en la vida de México. Las enciclopedias y las memorias oficiales lo describen como historiador, periodista y diplomático, registran sus cargos públicos y dan cuenta de las piezas más notorias de su bibliografía, de la Estructura social y cultural de México o de esa obra, faraónica e interminable por naturaleza propia, que es México en el Congreso de Estados Unidos. Pero no se ocupan de su magisterio verbal, de su esfuerzo persistente por instaurar la conversación como una cátedra abierta y como un estilo de vida.

Y esta es una manifestación de esa generosidad que anima e impregna todas sus palabras y empresas, de esa generosidad que debe aparecer, al lado de sus virtudes intelectuales o de su escritura rigurosa, en los retratos canónicos de José Iturriaga.