EL CINISMO DE BUSH
Ayer,
al cumplirse un mes de los criminales ataques terroristas contra Nueva
York y Washington, la información procedente de Afganistán
--la que logra eludir la doble y creciente censura de Washington y del
talibán-- reportaba la muerte de civiles tan inocentes como las
víctimas de los avionazos del 11 de septiembre: según esas
informaciones, por demás verosímiles si se tiene en mente
lo ocurrido en Irak y en los Balcanes, los misiles y las bombas estadunidenses
no sólo impactan los edificios gubernamentales y los supuestos centros
de operación de la organización Al Qaeda, presunta responsable
de los atentados antiestadunidenses, sino que caen también sobre
viviendas y mezquitas. Pero, a diferencia de lo ocurrido con las víctimas
de hace un mes en Estados Unidos, los muertos afganos carecen de nombre,
de imagen en los medios y de muestras de consternación entre la
opinión pública occidental.
Lo de menos, en esta circunstancia, es que el secretario
de Defensa de Estados Unidos presente las bajas afganas como producto de
errores técnicos o humanos --"no son blanco para Estados Unidos",
dijo--; el horror moral de la situación consiste en que los mandos
militares y políticos de Washington saben perfectamente que las
"bajas colaterales" seguirán siendo consustanciales al bombardeo
y que su costo político está incluido, de antemano, en la
factura global de la operación Libertad Duradera. Es falso, pues,
que la ofensiva estadunidense esté diseñada sólo para
aniquilar al régimen integrista de Kabul o para desarticular a Al
Qaeda y capturar a su principal cabecilla. Está previsto, por el
contrario, realizar una vasta destrucción humana y material en el
de antemano destruido Afganistán.
Con el precedente de estos datos, la conferencia de prensa
de ayer del presidente George W. Bush toma la apariencia de una extorsión
criminal contra los afganos: si le entregan a Osama Bin Laden, dijo, podría
reconsiderarse la continuación de los bombardeos. En otros términos,
Washington podría pensar en suspender la matanza de afganos inocentes.
En caso contrario, dijo Bush, las operaciones durarán "tanto como
haga falta: un mes o un año".
En este trágico episodio, el gobierno de Estados
Unidos habría podido emplear toda su fuerza política, diplomática,
económica y policial para llevar a la justicia a los responsables
de los atentados criminales del mes pasado; de esa forma, habría
robustecido las instancias de la legalidad internacional. Optó,
en cambio, por bombardear un territorio arrasado por dos guerras previas,
con pleno conocimiento de los sufrimientos que tal acción causaría
entre los habitantes afganos. Esta sola determinación criminal y
errada bastaría para explicar el odio que suscita el gobierno estadunidense
en diversas sociedades islámicas, ante el cual Bush, en su conferencia
de prensa de ayer, se declaró "asombrado" (amazed). Pero la devastación
de Afganistán es sólo la última de una larga cadena
de intervenciones bélicas criminales de Washington contra países
y pueblos de la región. Si el asombro presidencial es sincero, los
asesores de Bush harían bien en contrarrestar, al menos en este
punto, la conocida ignorancia de su jefe y ponerlo al tanto de las múltiples
historias de destrucción y muerte en que se ha traducido la política
de Estados Unidos en Medio Oriente y Asia central.
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