JUEVES Ť 11 Ť OCTUBRE Ť 2001
Emilio Pradilla Cobos
La crisis golpea a la metrópoli
Como se preveía desde principios de año (ver mi artículo en La Jornada, 28/3/01), la desaceleración de la economía de Estados Unidos, que dio inicio en 2000, arrastró a la mexicana, cada vez más atada y subordinada a la del país vecino. Hoy, luego de que los atentados terroristas de septiembre, el pánico posterior de los estadunidenses y la incertidumbre de la guerra planetaria anunciada empujaron definitivamente a la recesión de Estados Unidos, nuestra economía sigue un curso de crisis, dejando muy atrás la promesa foxista de crecimiento de 7 por ciento anual. Quienes afirman que la recesión "se debe a factores externos", sólo ocultan que el ajuste estructural neoliberal de nuestra economía buscó atarla a la del país hegemónico.
En la metrópoli el impacto recesivo ha sido, y será en el futuro, muy fuerte, pues el DF genera 22.5 por ciento del producto nacional bruto, y llegamos a 33.8 por ciento si sumamos al estado de México, 58 de cuyos municipios se conurban en la Zona Metropolitana del Valle de México; se profundizará así la pérdida de dinamismo de la economía metropolitana y capitalina, así como la desindustrialización que dio inicio desde la crisis de 1982 con la aplicación de políticas neoliberales. La recesión golpea al reducido grupo de grandes empresas exportadoras, que han despedido a muchos trabajadores; este efecto se difunde a los sectores ligados a ellas por cadenas de proveduría y servicio, así como a las industrias pequeñas y medianas orientadas al mercado interno, a través de la caída de los ingresos y el consumo.
La abrupta reducción del flujo mundial de turistas derivada de los atentados, que se sumó a la causada por la desaceleración inicial, golpea la actividad aeronáutica, cuyo nodo nacional es la capital; a la hotelería y a sectores conexos, ampliando y difundiendo los efectos antes citados.
El DF y la Zona Metropolitana tenían una tasa de desempleo mayor que la nacional, y cerca de 42 por ciento de su población económicamente activa sobrevivía en el trabajo precario o informal; hoy esa masa está creciendo.
El impacto correlativo sobre los ingresos públicos -participaciones y transferencias federales e ingresos propios- del DF (y seguramente de los municipios conurbados), en particular en los rubros de 2 por ciento sobre nómina, tenencia vehicular y predial, ha sido muy fuerte (La Jornada, 6/10/01, p. 45), limitando la capacidad de los gobiernos de la metrópoli para responder a las necesidades de sus habitantes y actuar frente a la crisis, la cual engrosará la masa de población proclive a dedicarse a la informalidad (sobre todo el comercio callejero) o a la delincuencia para sobrevivir, al tiempo que reduce los recursos para enfrentarlas.
Esos hechos deberían llevar a los gobiernos de la Zona Metropolitana, cuyas economías son un todo de interacciones y flujos de capital, trabajadores y mercancías, a diseñar y aplicar conjuntamente políticas integradas de reactivación y fomento económico. Para la reactivación de la producción agropecuaria, la reindustrialización, la recreación y el turismo, la concertación y coordinación deberían realizarse a escala de la región centro, que suma cerca de la mitad de la actividad económica nacional, pues ni el ámbito del DF ni el metropolitano son suficientes ni adecuados para este esfuerzo. El peso de la economía regional da a sus gobiernos y actores sociales la fuerza necesaria para promover este impulso, a pesar de que la política económica sea función del Ejecutivo federal, pero a condición de que sea una acción concertada y coordinada.
La coyuntura sería propicia para impulsar la modificación de algunas deformaciones estructurales generadas por 20 años de neoliberalismo, como son el abandono de la industria y el comercio orientados al mercado interno, la exclusión de la pequeña y mediana empresas locales de las cadenas de provedores de la industria exportadora, el deterioro del empleo y los salarios de los trabajadores, y la ausencia de políticas industriales y agrarias.
Los gobiernos locales podrían plantearse también la restructuración de las tarifas e impuestos de los que obtienen ingresos propios, mediante esquemas socialmente equitativos de progresividad, según lo consumido, lo poseído, el nivel de ingresos de los contribuyentes y el uso reproductivo o mercantil de los bienes y servicios; de lo contrario, les será imposible enfrentar las necesidades de infraestructura y servicios sociales urbanos y combatir estructuralmente la pobreza mediante acciones de cobertura universal que creen derechos socialmente reconocidos e instituciones para garantizarlos, y que empoderen a sus beneficiarios.
La armonización y concertación de estos esfuerzos, así como la formación de las instancias y procesos para ello, a escalas metropolitana y regional, por encima de diferencias partidistas, parece hoy una demanda de los gobernados y un aspecto sustantivo de la reforma del Estado y de la transición democrática.