jueves Ť 11 Ť octubre Ť 2001
Soledad Loaeza
La trampa
Las respuestas de Osama Bin Laden y del régimen talibán a los bombardeos de la alianza angloamericana en territorio afgano son muy inquietantes. Después de tres semanas de los criminales ataques del 11 de septiembre y de repetidas advertencias por parte del gobierno de Washington, los talibán han anunciado que enfrentarán el poderío estadunidense apoyando la declaración de guerra santa que emitió Bin Laden, quien, por su parte, hizo un escalofriante anuncio de nuevos actos terroristas. El único efecto previsible de esta respuesta es la escalada del conflicto y más violencia, dolor e incertidumbre. Este desarrollo hace inimaginable por ahora un escenario de negociación; pero tampoco podemos predecir la victoria ni la rendición a corto plazo de ninguno de los adversarios. Ambos han declarado que tienen paciencia y recursos. Aunque éstos son de naturaleza y proporciones muy distintas, los contrincantes son comparables en su determinación y mutuo encono.
La Jornada publicó anteayer un ensayo, de lectura indispensable, del extraordinario escritor palestino Edward W. Saïd, quien refuta con elegancia los multicitados argumentos de Samuel Huntington a propósito del supuesto choque de civilizaciones, y nos recuerda que las situaciones extremas lo primero que destruyen son las distinciones entre la civilización y la barbarie.
Por esta razón, uno se pregunta si los avionazos en contra de las Torres Gemelas en Nueva York no fueron sobre todo una trampa, cuyo propósito era provocar la caída de un gigante enredado en sus propios tropiezos. Pensemos en primer lugar en los grandes esfuerzos que han estado haciendo el vicepresidente Cheney y los consejeros del presidente Bush para protegerlo de sí mismo, de su inexperiencia en materia internacional, de su tendencia a sobresimplificar y a trivializar asuntos gravísimos, que gusta de traducir, por ejemplo, a términos beisbolísticos.
Uno de los primeros retos que tuvo que enfrentar la Casa Blanca fue transformar al presidente en un líder nacional convincente, que transmitiera a los estadunidenses una imagen que proyectara una combinación de fuerza y generosidad que los hiciera sentirse a salvo, al mismo tiempo que poderosos y compasivos con un enemigo que, cuando no ostenta los rasgos de Bin Laden, es también una víctima.
El ataque del 11 de septiembre fue una trampa también porque la asimetría de poder mesurable de los enemigos en esta guerra que no lo es, no tiene nada que ver con la probada eficacia de los ataques terroristas. Es decir, es indiscutible que Estados Unidos es el país más poderoso de la Tierra, que combate un régimen político que es infinitamente más débil, pero Al Qaeda, la organización de su aliado Osama Bin Laden, ha demostrado que es un enemigo temible y letal, sin remordimientos, que no necesita de un inmenso arsenal para asestar golpes certeros y efectivos. Uno de los grandes triunfos del terrorismo es que se trata de una amenaza que se ha hecho presente en todos lados, porque los controles migratorios no le han impedido colocarse en la psique de los estadunidenses, desde donde alimenta prejuicios, temores irracionales y un sentimiento de inseguridad que es además muy humillante porque los invade en su propia casa. Sus reacciones aumentan las profundidades de la trampa porque son una fuente de presión sobre el gobierno de Washington, que necesita mantener un frágil equilibrio entre la necesidad de generar un apoyo casi unánime de su opinión pública y evitar que el patriotismo degenere en actitudes irracionales que agraven conflictos internos, políticos, raciales y religiosos.
Los ataques del 11 de septiembre fueron también una provocación. Toda provocación tiene por objeto que el otro, el interlocutor, el adversario, pierda control sobre lo peor de sí mismo y se exhiba como intolerante, irracional o, en el caso del gobierno estadunidense en este momento, brutal. En general es aconsejable dejar pasar las provocaciones; sin embargo, ante la magnitud de lo ocurrido el 11 de septiembre, esta recomendación no podía sonar sino impertinente. El gobierno de Bush no podía pasar por alto la muerte de más de 5 mil personas y el cuestionamiento a su capacidad para proteger a sus ciudadanos. A pesar de que algunos sostienen que los ataques en contra de Afganistán han dejado al descubierto la vocación criminal de Estados Unidos, es preciso reconocer que si así fuera, ésta se manifestó ante la vocación criminal de Al Qaeda. Sin embargo, los guerreros fundamentalistas saben bien que la asimetría de los contendientes juega en su favor, pues mientras Washington está obligado a vigilarse a sí mismo, a autolimitarse y a mantener bajo control sus instrumentos de poder, los miembros de Al Qaeda echarán mano de todos los recursos disponibles para llevar adelante su ofensiva contra los estadunidenses y sus aliados. Ellos, además, tienen un aliado espontáneo en el antinorteamericanismo -que en muchos casos, más que una corriente política o ideológica, es un fenómeno cultural concreto que está de alguna manera presente en todas partes. Podría incluso pensarse que este rechazo es tan pronunciado donde la influencia de la cultura estadunidense es mayor, como donde es apenas una fantasía o una desvaída sombra de sí misma.
La guerra es siempre una trampa, para todos. Sabemos cómo empiezan, nunca se sabe cómo terminan.