jueves Ť 11 Ť octubre Ť 2001
Angel Guerra
El islam no es Bin Laden
La imagen de Osama Bin Laden aparece estos días con frecuencia en las protestas antiestadunidenses de los países islámicos. Pero la elite del poder en Estados Unidos no reflexiona sobre las raíces de este inquietante fenómeno, como tampoco lo hizo después del 11 de septiembre sobre la anonadante conducta de los kamikazes. Cuando más, atina al oportunismo, como la súbita sugerencia de reconocer un Estado palestino.
De haberse actuado reflexiva y serenamente en Washington, los atroces atentados de ese día po-drían haber servido al menos para iniciar en serio una acción que condujera efectivamente a poner fin al terrorismo y a evitar en lo adelante quién sabe cuántas muertes de inocentes.
Un debate responsable sobre el terrorismo en el seno de la ONU habría evidenciado cuánto han contribuido la subversión, las guerras sucias y la globalización neoliberal, capitaneadas por Estados Unidos, al sorprendente incremento en el mundo islámico de aquella forma desesperada de protesta. Tal vez el preludio de su extensión a otros pueblos no menos explotados y humillados.
El islamismo no es el facineroso de Bin Laden ni tiene en sus fuentes primigenias nexos con el terrorismo. El islam es uno de los manantiales de la cultura y el humanismo universales sin cuyos extraordinarios aportes sería inexplicable la modernidad.
En el mundo actual en su conjunto, eso sí, las mayorías disponen cada de vez de menos, inclusive de menos espacios para expresarse políticamente. De allí que grupos minoritarios pero significativos sean empujados a optar por salidas violentas de indudable signo patológico.
Desafortunadamente las acciones militares contra Afganistán no están inspiradas por las nobles aspiraciones de llevar ante la justicia a los instigadores de los atentados de Nueva York y Washington y de poner fin al terrorismo.
El proceso posterior al 11 de septiembre ha demostrado que el gobierno de Estados Unidos no tenía la menor intención de hacer frente a la grave situación creada según las normas del derecho internacional. Desde entonces su conducta ha consistido en explotar el dolor de su pueblo y la solidaridad mundial en favor de una extraña guerra -nueva forma de terrorismo de Estado- que sólo puede favorecer mezquinos intereses de grupos privilegiados. Una larga guerra que está en su "primera fase" según lo afirman a dúo la potencia agresora y su diligente aliado británico, ávido al parecer de pasadas glorias imperiales aunque sea en papel de comparsa.
A unas horas del comienzo de los bombardeos, Washington informaba a un obediente Consejo de Seguridad de la ONU que podría verse en la necesidad de extender la campaña bélica a "otras organizaciones y naciones".
Si tomamos como base las propias afirmaciones estadunidenses, Al Qaeda -la red que comanda Bin Laden- está presente en 60 países, pero existen además otras muchas organizaciones terroristas enlistadas como presuntos blancos; por ejemplo, las palestinas Hamas y Jihad Islámica. Hace sentido el calificativo de "infinita" con que originalmente fue bautizada la peculiar campaña bélica. Nunca en la historia potencia alguna sugirió siquiera la eventualidad de emprender operaciones militares de castigo en un grupo tan numeroso de Estados soberanos.
Las primeras reacciones populares en países árabes e islámicos una vez comenzados los bombardeos presagian el crecimiento del sentimiento antiestadunidense -enarbolado allí por inmensos sectores marginados- si algún milagro no pone fin rápidamente a la aventura bélica. Un sentimiento que puede estimular un incontrolable embate del terrorismo contra ciudadanos e intereses de Estados Unidos y sus aliados.
Pero más allá del terrorismo, no habrá supremacía tecnológica, medidas de seguridad ni legiones de policías capaces de contener una ola de descontento que sólo podría ser conjurada si se pone fin a la guerra y se crea un consenso internacional conducente al disfrute por todos los seres humanos de los valores de libertad, igualdad y fraternidad tantas veces proclamados y casi nunca aplicados por las naciones ricas del occidente cristiano.
De concretarse tal programa dejaría de tener razón de ser hasta la rebelión armada popular, éticamente antagónica al terrorismo aunque también indeseable por su costo. Pero derecho inalienable consagrado hace siglos en el pensamiento humanista a quienes les fuera impedido hacer valer pacíficamente sus reivindicaciones.