jueves Ť 11 Ť octubre Ť 2001
Adolfo Sánchez Rebolledo
Atrapados por la guerra
Nos estamos acostumbrando a presenciar las peores atrocidades como si fueran un gigantesco espectáculo de televisión. Primero fueron las escenas terribles de los aviones explotando contra las Torres Gemelas en Nueva York. Luego, el derrumbe, la muerte, el pánico, la desolación, la cara del terror sin nombre, injustificable... Vimos una y mil veces las mismas imágenes hasta soñar con ellas. Ahora nos brindan una pantalla oscura con destellos intermitentes que anuncian misiles contra la ciudad desierta: es la guerra, dicen. Ha comenzado la batalla de la libertad contra el terrorismo, el desafío final del Bien contra el Mal, acotan los loros que traducen las palabras del presidente Bush, resurgido Ave Fénix del patriotismo estadunidense.
Con las bombas inteligentes que buscan a su presa invisible, caen del aire bolsas con pan humanitario, por si los sobrevivientes aún tienen hambre. Allí va, nos dicen las agencias, un puñado de dólares para evitar que mueran en libertad, antes que la milicia talibán o la aviación los alcancen. Y nos atosigan, a cambio de noticias frescas, con informaciones militares de archivo, y mensajes de propaganda apenas disimulados reseñando al detalle las especificaciones de los portaviones, la aviación ultrasónica o los tomahawk, cuyas cualidades aprendemos puntualmente en el nuevo silabario de la operación Libertad Duradera. Así, insensiblemente, vamos entrando a la guerra contra un país que aparece en tinieblas, oculto entre el polvo de sus miserables caminos y montañas.
Sabemos de memoria el nombre y los crímenes de Bin Laden y Al Qaeda, las historias secretas de sus riquezas guardadas en confiables bancos occidentales, acuñadas bajo la protección de la monarquía saudita que ahora combaten, la maldad de unos terroristas adiestrados por Estados Unidos para expulsar a los soviéticos de Afganistán y los detalles de la brutalidad talibán, viejos aliados del mundo libre casi hasta ayer.
Vemos también, a cambio de la imagen a todo color de los bombardeos, los rostros repetidos hasta el infinito de los refugiados que salen como pueden a la frontera con Pakistán, sin esperanza alguna de sobrevivir. Vemos pasivamente, pero no sabemos por qué o cómo hemos llegado a esto. Los ciudadanos estadunidenses no preguntan, y los europeos, que sí lo saben, callan. El resto no cuenta, o forma el coro inevitable de los testigos necesarios, convidados de piedra al cónclave de las potencias.
En los medios se deja correr como si fuera una opinión espontánea la especie de que estamos en el inicio de un conflicto de civilizaciones o en la redición cibernética y tecnológica del choque histórico entre El Corán y La Biblia. Nada material se juega en esta pugna sangrienta, sólo sentimientos e ideas. La televisión transmite el rumor estelar de los dioses y sus profetas combatiendo en las calles de Islamabad o Jerusalén. Y las imágenes de irritadas multitudes "fundamentalistas" quemando símbolos de Estados Unidos, cabeza visible de los infieles, se presentan ante nuestro ojos como evidencias del peligro que amenaza a la civilización cristiana.
Dejo a los filósofos explicar cuándo una religión pasa a convertirse en el fundamento de una ideología terrorista, pero en vez de limitarnos a hurgar en la teología deberíamos cuestionarnos por qué bajo ciertas condiciones los creyentes pasan de la tolerancia al integrismo más excluyente, y de allí a convertir las ideas religiosas en una ideología deshumanizada y cruel. No creo en la simplificación que todo lo explica a partir del binomio islamismo/terrorismo, como si el fanatismo no fuera común a otras creencias incluso no religiosas y a todas las épocas. Debe de existir entre uno y otro término una mediación, un puente que sólo puede ser humano y terrenal, para que cierta ortodoxia se transforme en una fuerza agresiva y brutal. Los integristas dispuestos a modelar el mundo conforme a la sharia son excluyentes, sin duda, pero no todos terroristas.
La propaganda, sin embargo, no ayuda a entender sino a culpabilizar, pues sólo subraya las diferencias, los abismos que separan unas culturas de otras. En vez de explicar sin dejar de condenar el terrorismo, se refuerzan los prejuicios contra el Otro; se justifican actos que entre nosotros serían brutales, inhumanos o se aceptan con realismo cínico, pues nada puede hacerse para evitarlos. La moral se desdobla, estableciendo peligrosas fronteras que nadie se atreve a cruzar: sostener la guerra para no parecer que se apoya el terrorismo, plegarse y esperar que el César vuelva victorioso tras cruzar los Himalayas, ésa es la inteligencia de nuestros días.
Será por eso que de todas las declaraciones leídas y escuchadas en estos días, ninguna me ha conmovido tanto como la de un vocero de la autoridad palestina, quien dijo, palabras más palabras menos, que el demagogo Bin Laden no tenía derecho a usar la causa palestina para justificar la matanza de civiles, pero que nadie se llamara a engaño sobre el futuro de la humanidad, si el mundo no se comprometía a llevar la paz al Medio Oriente. Cae la noche.