MARTES Ť 9 Ť OCTUBRE Ť 2001

Marcos Roitman

Leyendo entre líneas

Desde el fin de la guerra fría se anunció un mundo mejor, plagado de paraísos terrenales, en los que la abundancia y la justicia social reinarían sin contrapesos. El reino del mal había sido derrotado. El socialismo y el comunismo no tenían cabida en un orbe emergente, donde se proyectaba un universo movido por las leyes del mercado. El enemigo había perdido su capacidad de contrataque y además se sumaba, asimilando, a las políticas económicas de liberalización capitalista.

Un nuevo enemigo interno y público debía ser redefinido estratégicamente. La práctica de las guerras de baja intensidad sirvió para revertir procesos de cambio social democrático en la periferia, identificar al terrorismo internacional y al narcotráfico como los nuevos enemigos a destruir. Los ataques a la economía de mercado sólo podían provenir del Tercer Mundo y desde posiciones marginales. Todo parecía bajo control. Nada hacía presagiar hechos capaces de revertir esta sensación de euforia prevaleciente en el mundo occidental. Parecía fácil mantener un orden internacional fincado en la injusticia y la explotación. Las respuestas nunca afectarían la vida cotidiana en las grandes urbes o los centros neurálgicos de poder.

Sin embargo, el 11 de septiembre este mundo sufre una convulsión. La vida cotidiana de millones de habitantes de todo el mundo se ve interrumpida por la trasmisión en directo de un atentado de dimensiones impensables hasta ese momento. Pocos daban crédito a lo que veían. Quedaron prendados de la televisión y siguieron en directo la trasmisión. Construido como espectáculo televisivo sin interrupciones comerciales, llegaron a decir las cadenas de televisión, sobrepasó la imaginación de guiones cinematográficos. Las comparaciones se sucedieron y las analogías se impusieron en las mentes de quienes lo presenciaban. Lo trascendente vendría con posterioridad. La interpretación de los hechos y su reconstrucción para favorecer una visión apocalíptica corrió a cargo de estrategas.

Hay que dejar claro a la población mundial que este atentado es un atentado de lesa humanidad, destructor del orden internacional y cuyo fin es evitar el advenimiento de un mundo feliz afincado en las leyes del mercado.

No en vano se habla de guerra contra el capitalismo. Se dibuja una realidad donde el horizonte de crisis y de caos resulta ser la consecuencia inmediata. Se habla de economía de guerra. De inflación, de pérdidas cuantiosas y de caída de inversiones. A los pocos días las compañías de aviación pasan de tener ganancias a contabilizar pérdidas y de la noche a la mañana comunican la necesidad de reajuste de plantillas y de despidos de personal.

Todo se justifica. A nadie le llama la atención la celeridad con la que se da cuenta de la catástrofe económica. Bajo el manto de una crisis económica se da rienda suelta a políticas reaccionarias. Igualmente se convoca a los organismos internacionales y se reúnen los gabinetes de crisis para tomar resoluciones tendentes a mostrar su solidaridad y dejar entrever su adhesión a cualquier tipo de acción punitiva que el agredido considere oportuna

Todos los gobiernos aliados, fundamentalmente la Unión Europea, se muestran consternados y visiblemente conmovidos por los hechos. Asumen inmediatamente su papel de covíctimas y se comprometen a prestar toda la ayuda posible. El mundo occidental es una piña. Estados Unidos ha sido atacado y el nuevo orden mundial puesto en cuestión. Hay que leer entre líneas.

Los actos de violencia indiscriminada pasan de ser un acto aislado y sin repercusiones más allá de lo local o regional a ser un acontecimiento de consecuencias globales. Recordar el asesinato de Olof Palme o el de Colosio, por ejemplo.

Ahora, los actos de muerte masivos, que comprometen a ciudadanos anónimos, se pueden generalizar y servir como referente. Nadie puede sentirse protegido o exento de riesgo. La muerte violenta se convierte en una posibilidad, ése es el problema. No se trata de terrorismo internacional, el fondo es otro. Ya nadie puede fiarse de nadie. Todos pueden ser el enemigo. La pérdida de referentes genera incertidumbre. Desde el 11 de septiembre de 2001 nada podrá ser igual. La dimensión del problema no es el terrorismo, es otra. ƑQuién y cómo se da este salto cualitativo?

La respuesta hay que buscarla en un orden internacional antidemocrático que genera una violencia extrema incontrolable y sin intenciones por parte de las elites y gobiernos del mundo occidental de ser encauzada hacia soluciones pacíficas o negociadas.

Las acciones despóticas de los gobiernos y organismos internacionales para mantener este orden a todas luces injusto activa actos de repulsa en los que la muerte indiscriminada pasa a ser un blanco a considerar. La pérdida de contenidos democráticos ha facilitado la emergencia de un individualismo extremo en el que el fracaso se enfila necesariamente hacia el sistema en sí mismo y con ello hacia sus símbolos más destacados.

No hace falta ser un fanático religioso, basta con sufrir las consecuencias de un sistema excluyente y antidemocrático. No hay nada que perder ni nada que ganar. Ya se está fuera y no se tienen visos de revertir la situación. La pérdida de esperanza y de cualquier posibilidad de cambio termina por ver como respuesta una acción suicida en la que no se trata de reivindicar la vida, sino producir muerte.

Es esta circunstancia lo que preocupa realmente a los países industrializados y occidentales, amantes de la economía de mercado. Emprender una cruzada contra el Islam en una coartada para producir un orden que haga frente a esta disolución de la ciudadanía y de la ética política.`

Una de las consecuencias de la mutación del ciudadano en consumidor es la apertura de espacios de violencia extrema, donde la vida no tiene valor más allá del mercado, es decir, puede ser comprada y vendida en función de la necesidad de la demanda y la oferta.

La demanda de una legislación mundial antiterrorista es una necesidad derivada de la economía de mercado, que ya se puso en práctica durante la década de los años ochenta. Su advenimiento sólo haría profundizar en una dinámica ya existente. Provocar una guerra puede servir de excusa para imponer con más fuerza la ideología del capitalismo global. Por ello es necesario leer entre líneas.