La
Jornada Semanal, 7 de octubre del 2001
NUM.
344
Lo anterior parece agravarse cuando se trata de los oriundos de Baja California, donde, como ha escrito el poeta Jaime Labastida, "desierto y mar son los dos extremos de un mismo horizonte", condición que ha documentado ampliamente Federico Campbell, ilustre tijuanense, en una novela, Transpeninsular, publicada apenas el año pasado, donde hace desembocar el destino de sus personajes desde el noroeste de México hasta un país que todo él es una península: Italia. En la expresión de esta condición peninsular podemos ubicar claramente la vida y la obra de Jorge Ruiz Dueñas (Ensenada, 1946). Y me atrevo a decir que su vida y no sólo su obra, pues el de Ruiz Dueñas es un caso singular en las letras mexicanas. Fue secretario particular de León Felipe hasta la muerte del poeta, acaecida justamente la madrugada en que el ejército entró a la Universidad en 1968. El autor de Ganarás la luz lo impulsó para que asumiera completamente su vocación poética, por lo que le llegó a afectar a tal grado el deceso del maestro que, luego de haber publicado su primer libro (Espigas abiertas, Editorial Finisterre), se hundió en un silencio que duraría doce años, lapso durante el cual se dedicó a estudiar administración y ciencias políticas, y así emprender una sólida carrera como funcionario, académico y promotor cultural. Sin embargo, regresaría a la literatura con otro libro de poemas, Tierra final (FEM, 1980) con el que obtendría el Premio Nacional de Poesía Manuel Torre Iglesias de Baja California, y de ahí en adelante se sucederían otros títulos, entre los más notables: Tornaviaje (Premiá, 1985) y Guerrero negro (UAM Iztapalapa, 1996). No obstante, la condición peninsular de su vida tuvo que resonar irrevocablemente en su obra. Excelente poeta para andar en lides burocráticas y muy destacado funcionario para tales deslices poéticos. No es que fuera el único escritor mexicano que haya desarrollado una carrera de servicio público y destacado en ambas (los nombres de Jaime Torres Bodet y Agustín Yánez son los primeros que nos vienen a la mente), pero, cosas de la vidita literaria que padecemos incluso ahora, la obra poética de Ruiz Dueñas no recibió la debida atención, en gran parte porque se ha mantenido a raya de capillas y corrientes en lo que se refiere a sus convicciones poéticas. ¿Cómo clasificar, en qué estante poner, entonces, a un destacado funcionario y académico que es al mismo tiempo un poeta de intensidades singulares? Afortunadamente, tres décadas de intensa labor poética se verían coronadas en 1997 con la obtención del Premio Xavier Villaurrutia por dos de sus libros publicados ese mismo año: Saravá (Juan Pablos Editor) y Habitaré tu nombre (Aldus). En 1998, Ruiz Dueñas reunió su obra poética en el volumen Carta de rumbos. 1968-1998 (UNAM) y al año siguiente la editorial chilena LOM publicó una selección de su poesía bajo el título Celebración de la memoria. El propio autor consideró que estos dos libros marcaron un alto en el camino de su obra poética, en espera de que "se llene la alberca", como diría el poeta brasileño Ledo Ivo, por lo que se abrió la posibilidad de retomar nuevas aventuras literarias y se dedicó a la escritura de una novela, El reino de las islas, la cual, sin embargo, no es su primera incursión en la narrativa, pues es autor de un libro de cuentos: Las noches de Salé (Premiá, 1986). Luego de leer esta intensa novela, de nuevo nos asalta la duda sobre su raigambre peninsular. ¿Nos encontramos ante un poeta que incursiona en la novela, o ante un novelista que escribe poesía? Cabe destacar que dos de sus coetáneos, Marco Antonio Campos y Carlos Montemayor, han incursionado con éxito en esta condición anfibia, por lo que el propio Ruiz Dueñas responde a esta cuestión en una entrevista de prensa: "Un poeta nunca deja de serlo, aunque se acerque a otros géneros literarios, porque esto, más que un afán de cambio, es un intento por dar nuevos tratamientos a su propia poesía." En este sentido, el aliento narrativo de Ruiz Dueñas está íntimamente emparentado con la obra de Álvaro Mutis (y no sólo por el hecho de que el colombiano, amigo personal del autor, escribió el comentario de la contraportada del volumen), pues al igual que en la saga narrativa del creador de Maqroll el Gaviero, en El reino de las islas se presenta una marcada tendencia a la fusión de géneros, pues resulta difícil distinguir dónde empieza el planteamiento narrativo y donde termina el hálito poético, si es que termina en algún momento, ya que el aura intimista se regodea a los largo de los diecisiete capítulos que conforman la novela. En este sentido, podríamos suscribir la siguiente reflexión del poeta chileno Gonzalo Rojas, que aunque se refiere a la poesía de Ruiz Dueñas, puede ser perfectamente aplicable a esta muestra novelística, pues "nos permite verificar dos grandes fidelidades en el oficio mayor de Jorge Ruiz Dueñas: el tono y el sello visionario en una misma urdimbre. Tono quiere decir tonalidad afectiva o temple de ánimo (tonalité affective o stimmung, en francés o alemán, respectivamente), esto es, oración verbal de la vida, para hablar vallejianamente. Lo que importa en un poema como en la vida es el tono con que se dice una cosa y muy secundariamente lo que se dice. De ahí la decisiva importancia del estrato fónico frente al estrato semántico, el cómo frente al qué. Con frecuencia se oye la quejumbre del ignaro irremediable, intrínsecamente insensible y analfo en su desdén: Lo que me pasa con la poesía es que no la entiendo. La narrativa sí, pero la poesía no. El señor pide exactitud y descripción de pormenores para sus entendederas lógicas, abomina de la imaginación que es para él farsa y desvarío y olvida la necesaria ambigüedad que es lo propio del pensamiento poético. Ambigüedad: aproximación, decía Heráclito hace dos mil quinientos años." De esta forma, la trama de la novela nos devuelve una vez más al enfrentamiento de la naturaleza bifronte del ser humano. Nos cuenta la historia de Sebastián Lombardo, septuagenario doctor retirado que decide embarcarse en una aventura singular: regresar a sus orígenes como médico en una población de la península de Baja California (Guerrero Negro, para más señas). Nada más que Lombardo no llega solo: lo acompaña Mariana, atractiva y misteriosa mujer que podría ser su nieta, pero con la que en realidad ha reencontrado la vitalidad perdida (en efecto, de nuevo el contrapunto al que nos parece ya tan afecto nuestro autor). Sin embargo, las cosas no resultan como esperaba Lombardo y los obstáculos y la tragedia no se hacen esperar, sobre todo con la llegada del enigmático Gaditano, hombre que parece tener todas las edades y ninguna. Como contrapunto, encontramos al pícaro Pipino Canela, que atestigua todo lo que sucede y se mantiene fiel a su patrón Lombardo. La estructura de la novela no es sencilla, a pesar de que, gracias al dominio del lenguaje con el que nos deslumbra Ruiz Dueñas, la lectura fluye con encanto e interés. Sin embargo, los fanáticos de la velocidad narrativa y el recuento cronológico de los hechos saldrán algo decepcionados. En definitiva, esta no es una novela para leerse con prisa, sino para disfrutarse con calma y releerse varias veces, sobre todo aquellos pasajes en los que la sensibilidad y la sensualidad poéticas (que no son lo mismo, pero que están íntimamente ligadas) nos deslumbran, por lo que, inevitablemente, tenemos que regresar la vista para reconocer como cierto lo que han leído nuestros ojos. Entresaco al azar un par de ejemplos: "Ni el calor, ni el polvo, ni el siniestro olor del azufre la incomodan. Eso no importa. Importa que Lombardo la ve ahora en su desnudez, con esa indiferencia para aligerarse de ropas, para arrojar las prendas y liberar la piel con desparpajo de internado, de gimnasio, de prostíbulo, y se contiene y disfruta al verla. Ella siente una mirada trepando como un guante sobre la espalda, pero es él que besa sus hombros, y falsamente turbada le responde con un mohín provocativo. Huye, se escurre..." Otro ejemplo: "Ellos le hicieron saber sus opiniones y le conminaron a aceptar que toda verdad es una forma de la mentira, y el conocimiento otra forma de la ignorancia. Que el hombre vive sólo de recuerdos y cuando no hay nada en su memoria muere. Que es más importante lo callado por la mujer que lo dicho por el hombre. Que el amor es bueno pero, ciertamente, del fuero íntimo." Llama enormemente la atención la capacidad de Ruiz Dueñas para presentar el paisaje como extensión del estado de ánimo y de la revolución interior que experimentan sus personajes, y no sólo como simple escenografía. Así, el ambiente se convierte también en un personaje dentro de la misma novela, que respira, ama y sufre al mismo tiempo que suceden las acciones de la historia. En este sentido, al igual que en su poesía, Ruiz Dueñas nos convoca a un viaje silencioso, cruzado por la nostalgia, donde las imágenes del mar y el desierto, del amor y el desamor, dialogan y se convocan. El horizonte desértico de Baja California florece cada cierto tiempo, por lo que "detrás de esa aparente esterilidad está la vida latente y en el mar también hay una aparente ausencia, pero está la vida palpitando en el légamo". Como Ruiz Dueñas lo ha reconocido, se considera un escritor sensorial e intimista al mismo tiempo, que encuentra en la naturaleza "más que el topos, la metáfora de lo humano". De esta forma, Sebastián Lombardo sabe que la península es una casi isla, que las personas son también como islas y que él quería ser el señor absoluto de ese reino, sin darse cuenta de que nadie puede ser soberano de aquella ínsula que parece inconquistable y que tiene cuerpo de mujer, sino sólo de su propia isla, que es la vida, y que a veces ni eso es posible. La utilización de una amplia gama
de recursos literarios, poéticos y narrativos que Ruiz Dueñas
aprovecha con audacia, nos lleva a parafrasear a Odysseas Elytis cuando
se refiere al poeta y el ensayista en los párrafos iniciales de
Antes
que nada la poesía (Conaculta/El Tucán de Virginia, 1998):
aquello que por regla general le está prohibido a un narrador legítimo,
porque es indicio de un mal estilo, a un poeta que desea permanecer el
que es en realidad donde quiera que se desplace, probablemente no sólo
se le perdone sino que tal vez se le agregue a sus méritos. Además,
utilizando ahora sí las palabras exactas de Elytis, "es obligación
del poeta, incluso en ese espacio, el cartografiado por instrumentos de
precisión de que dispone el pensamiento, atreverse a movimientos
del alma sin control y sorpresivos; provocar, interviniendo en la sintaxis,
sacudidas nunca antes ensayadas, y que su estilo, su lenguaje, adquieran
algo del estremecimiento del joven organismo, del curso del ave a las alturas"
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