DOMINGO Ť 7 Ť OCTUBRE Ť 2001

Tarik Ali

Bin Laden, el paladín que traicionó

Los piratas aéreos responsables de la agresión del 11 de septiembre no eran fanáticos iletrados y barbudos oriundos de las aldeas de Afganistán. Eran profesionales instruidos y altamente calificados pertenecientes a la clase media. Trece de los 19 hombres implicados eran ciudadanos de Arabia Saudita. Sus nombres son reconocibles. Los tres Alghadi provienen claramente de la provincia de Hijaz del reino saudita, la zona de la ciudades santas de La Meca y Medina. Mohammed Atta, nacido en Egipto, viajaba con un pasaporte saudita. Haya sido él quien daba o no las órdenes, lo im-portante es que el grueso de los cuadros más importantes de la red de Osama Bin Laden (contrariamente a los que actuaron como soldados de infantería) proceden de Egipto o Arabia Saudita, los dos principales aliados de Estados Unidos en la región, aparte de Israel. En Arabia Saudita, Bin Laden goza de un fuerte apoyo. He aquí por qué hasta el momento el régimen saudita, a pesar de su apoyo a Estados Unidos, "no tiene intención de permitir que Washington utilice sus bases".

En épocas normales, el reino saudita es raramente cubierto por los medios occidentales. Para que la atención se dirija sobre el régimen de Riad hace falta el arresto de un ciudadano estadunidense o británico, o bien que una enfermera inglesa sea arrojada por una ventana. Por ello, poco se dirá sobre la religión de Estado, que no es una versión ordinaria del Islam sunita o chiíta, sino una variedad particularmente virulenta y ultrapuritana conocida como wahabismo (Wahhabism).

pakistan_refugees_sEsta es la religión de la familia real saudita, de la burocracia estatal, del ejército y de la aeronáutica y, naturalmente, de Osa-ma Bin Laden, el ciudadano saudita más famoso del mundo, actualmente residente en Afganistán. Grosso modo, el equivalente de esto en Gran Bretaña sería que la Iglesia de Inglaterra fuera remplazada por la Iglesia reformada del doctor Ian Paisley, y entonces la familia real se convirtiera en ardiente paisleiana, y la burocracia estatal y las fuerzas armadas estuvieran vetadas a los no paisleianos.

El jeque Mohammed Ibn Abdul Wahhab, inspirador de esta secta, era un campesino que en el siglo XVIII se cansó de cultivar palmeras y pastorear ganado y comenzó a predicar localmente, llamando al regreso a la fe pura del siglo séptimo. Estaba en contra de la excesiva veneración del profeta Mahoma, denunciaba la veneración de los santuarios y de los lugares sagrados e insistía en la "unidad de un solo Dios". De por sí esto era bastante inocuo, pero fueron sus prescripciones sociales las que comenzaron a crear problemas cerca de 1740: estas insistían en el uso de castigos corporales islámicos y no sólo eso, sino también en que las mujeres adúlteras fueran lapidadas hasta la muerte, los ladrones sometidos a amputación, los criminales ajusticiados en público. Cuando empezó a poner en práctica lo que predicaba, los líderes religiosos de la región se opusieron y el jefe local de Uyayna le pidió que se fuera. Wahhab escapó hacia Deraiya en 1744 y en el mismo año convirtió a su gobernante, Mohammed Ibn Saud. Ibn Saud, el fundador de la dinastía que hoy gobierna Arabia Saudita, utilizó el fervor revivalista para inculcar en las tribus un sentido de disciplina antes de lanzarlas a la batalla contra el Imperio Otomano. Wahhab consideraba al sultán de Estambul como un hipócrita que no tenía derecho a ser califa del Islam, y predicaba la virtud de una jihad (guerra santa) permanente contra los modernizadores islámicos, hipócritas co-mo los infieles. Los otomanos reaccionaron, ocuparon la provincia de Hijaz y tomaron posesión de La Meca y Medina, pero la influencia de Wahhab persistió y las batallas heroicas se volvieron parte del folklore local. Este protonacionalismo fue utilizado por los sucesores de Saud para expandir su influencia en la península.

Alá y el petróleo

Dos siglos más tarde ellos colocaron las bases de lo que hoy es Arabia Saudita, pero fue el descubrimiento del oro líquido lo que cambió la región para siempre. Te-miendo la competencia de Gran Bretaña, Estados Unidos junto con la Esso, la Texaco y la Mobil formaron la Arabian American Oil Company (Aramco). Esta unión instituida en 1933 fue reforzada durante la Segunda Guerra Mundial, cuando la base Usaf (Fuerza Aérea de Estados Unidos) fue considerada crucial para "la defensa de Estados Unidos". El monarca saudita recibió millones de dólares para favorecer el desarrollo del reino. El régimen era despótico, pero era considerado un importante baluarte contra el comunismo y el nacionalismo en la región y, por este motivo, Estados Unidos prefirió ignorar cuanto ocurría dentro de sus confines.

El ingreso de Estados Unidos y la creación del reino saudita fueron brillantemente descritos en una de las contribuciones más notables a la narrativa de Arabia: la pentalogía Las ciudades de sal, del no-velista saudita en el exilio Abdelrahman Munif, cuyo nacimiento en 1933 coincide con el del nuevo Estado. La escritura estratificada de Munif ?salvaje, surrealista y satírica? provocó la cólera de la familia real. Fue privado de su nacionalidad y expulsado para siempre del país. Sus libros se convirtieron en una codiciada mercancía de contrabando que circula en todas partes, incluso en los palacios reales.

Cuando, hace unos 10 años, lo encontré en un poco frecuente viaje a Londres, Munif estaba tan lúcido como siempre: "El siglo XX casi ha terminado, pero cuando Occidente nos mira todo lo que ve es el petróleo y los petrodólares. Arabia Saudita aún no tiene una Constitución, el pueblo es privado de los derechos más elementales, incluso el de apoyar al régimen sin pedir permiso. Las mujeres, que detentan una importante tajada de la riqueza de la na-ción, son tratadas como ciudadanos de tercera categoría. A una mujer no se le permite dejar el país sin el permiso escrito de un pariente masculino. Tal situación produce una ciudadanía desesperada, sin un sentido de dignidad o pertenencia.

Revueltas y complots

Negada cualquier apertura secular, en una sociedad en la cual la familia real ?un clan con múltiples facciones y microfacciones? con sus dóciles sacerdotes domina cada aspecto de la vida cotidiana, se registraron en los años 60 y 70 varias rebeliones. Una de las novelas de Munif, La trinchera, tiene un desenlace notable. Hay dos complots revolucionarios, uno del que forman parte encolerizados jóvenes inspirados en las ideas modernas. El otro, invisible, dentro del palacio. Todo termina en lágrimas, con toque de queda y los tanques en las calles. Los jóvenes revolucionarios descubren que tuvo éxito la revuelta equivocada. La referencia era el asesinato del rey Feisal en 1975 a manos de su nieto, el príncipe Faisal Ibn Musaid. Diez años antes, el hermano de Ibn Musaid, el príncipe Khalid, un ferviente wahabita, se había manifestado públicamente contra la llegada de la televisión al reino. La policía saudita entró en su casa y le disparó, matándolo. Aun hoy el príncipe Khalid es venerado por los creyentes fundamentalistas, y años más tarde el gobierno talibán le rindió tributo quemando en público casetes y videos y prohibiendo la televisión.

Pero el wahabismo sigue siendo la religión de Estado en Arabia Saudita, exportada con los petrodólares para financiar el extremismo en otras partes del mundo. Durante la guerra contra la Unión Soviética, la inteligencia militar paquistaní solicitó la presencia de un príncipe saudita para conducir la jihad en Afganistán. Como ningún voluntario dio un paso adelante, los líderes sauditas recomendaron al vástago de una rica familia cercana a la monarquía. Osama Bin Laden fue enviado a la frontera paquistaní y llegó a tiempo para oír a Zbigniew Brezinski, consejero de se-guridad nacional del presidente James Car-ter, turbante en la cabeza, gritar "Alá está de vuestro lado".

Osama, el estadunidense

Las escuelas religiosas en Pakistán, donde nacieron los talibán, fueron fundadas por los sauditas con una muy fuerte influencia wahabi. El año pasado, cuando los talibán decidieron hacer saltar por los aires a los viejos budas, desde los antiguos seminarios de Qom y Al Azhar llegaron llamados para que desistieran argumentando que el Islam es tolerante. Pero una delegación wahabi del reino saudita había aconsejado a los talibán seguir con sus planes. Así lo hicieron. La insistencia wahabi en una jihad permanente contra todos los enemigos, musulmanes y no musulmanes, tenía que dejar una profunda huella en los jóvenes que más tarde tomarían Kabul. La actitud entonces de Estados Unidos era de simpatía. Un Partido Republicano repleto de cristianos po-día a duras penas dar algún consejo sobre la materia, y tanto Bill Clinton como Tony Blair estaban deseosos de publicitar su pertenencia al cristianismo.

Precisamente el año pasado un antiguo experto en Pakistán del Departamento de Estado, el liberal Stephen P. Cohen, escribía en el Wall Street Journal (edición asiática, 23 de octubre de 2000): "Algunas ma-drassas, o escuelas religiosas, son excelentes". Admitía que "otras son caldo de cultivo de movimientos islámicos fundamentalistas y de partidarios de la jihad", pero sólo constituyen 12 por ciento del total. Esas es-cuelas, decía, "tienen que ser puestas al día de modo de que ofrezcan a sus estudiantes una instrucción moderna". Tal indulgencia refleja con precisión el estado de ánimo oficial antes del 11 de septiembre.

Tras el derrumbe de la Unión Soviética, la oposición interna ha sido completamente dominada por grupos religiosos. Estos wahabitas juzgan ahora al reino saudita como degenerado por su relación con Es-tados Unidos. Otros están desmoralizados porque Riad no ha defendido a los palestinos. La presencia de soldados estadunidenses en el país después de la Guerra del Golfo ha sido una señal para ataques terroristas contra los soldados y las bases. Quienes los ordenaron eran sauditas, pero en ocasiones inmigrantes paquistaníes y filipinos fueron acusados y ajusticiados para tranquilizar a Estados Unidos. Quizá tengan éxito, o no, las fuerzas expedicionarias enviadas a Pakistán para cortar los tentáculos del gigantesco pulpo wahabita, pero su cabeza está sana y salva en Arabia Saudita, donde vigila los pozos de petróleo mientras vuelven a crecer sus tentáculos, bajo la protección de los soldados estadunidenses y de la base de la Usaf en Dhahran. El hecho de que Washington no haya separado sus intereses vitales de la suerte de la monarquía saudita podría llevar a otros candentes conflictos. Vale la pena recordar la advertencia pronunciada por el poeta secular árabe del siglo X, Abul Ala al Maari, que aún hoy aparece como apropiada:

"Y donde el príncipe comandó, ahora el silbido

del viento sopla a través de la corte del Estado:

'Aquí', proclama, 'residió un potentado

que no sabía escuchar el llanto del débil'".

Traducción: Alejandra Dupuy