Esteban KrotzŤ
¿Venganza infinita o justicia internacional?
Lo único que es peor todavía que la destrucción y el dolor causados en Estados Unidos por los atentados del 11 de septiembre, es la -según el caso: celebrada, temida, incrédula, atónita- aceptación de que la única superpotencia actual está preparando una larga campaña militar contra blancos en todo el mundo.
Y es que como consecuencia de dichos atentados se ha reforzado por doquier el consenso de que hay que repudiar todo acto terrorista, independientemente de los motivos de sus autores. El terrorismo es inaceptable, porque siempre incluye la anuencia por principio a la lesión de los derechos humanos más fundamentales de personas inocentes, especialmente del derecho a la vida y a la seguridad en la persona.
Pero es igualmente -o más- repudiable que un Estado realice actos de este tipo. O sea, que ejerza la violencia masiva o selectiva, poniendo deliberadamente (aunque con el eufemismo del "mal menor" o "necesario") en peligro la vida y la salud física y psíquica de personas inocentes, tanto de las víctimas directas de sus acciones armadas como de sus familiares, amigos, vecinos y conciudadanos. Y es que con estos actos, un Estado actúa en contra del objetivo que legitima su existencia: proporcionar seguridad y bienestar a los ciudadanos.
La globalización cada vez más intensa y extensiva impide que hoy día un Estado por sí solo pueda alcanzar este objetivo doble que se encuentra claramente delineado en la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 y los dos Pactos Internacionales de 1966. La paz y los derechos humanos son indivisibles: cuando son lesionados en alguna parte del globo, están en entredicho en todas partes. Solamente la colaboración de los gobiernos puede lograr el establecimiento y el mantenimiento de la paz. Esta acción global tiene que estar orientada en cada momento y en cualquiera de sus aspectos por el respeto irrestricto a los derechos humanos -porque ningún medio para realizar un fin debe contradecir intrínsecamente este fin.
Ambos argumentos confluyen en la siguiente conclusión: en un Estado de derecho no le es permitido a nadie hacerse justicia con su propia mano. Tanto al interior de un país como en el nivel internacional, hacerse justicia con su propia mano es anular el principio mismo de la justicia. Tal acción quedaría reducida a la venganza de quien tiene los medios para ejercerla. Imaginémonos por un momento cuál sería la situación de la justicia si se hubiera estrellado aviones de pasajeros en multitudes ubicadas en países sin potencial militar importante ?una plaza comercial en Zurich, una misa en la plaza de San Pedro, un festival musical en Copenhague, un partido de futbol en el estadio Azteca de la ciudad de México...
Es cierto que hasta este momento hay pocos mecanismos efectivos para sancionar incluso las violaciones más graves de derechos humanos. La Corte Penal Internacional de Roma todavía no puede entrar en funciones, porque de las 60 ratificaciones necesarias, se han dado hasta ahora solamente 38 (entre las faltantes está la de Estados Unidos). Pero se cuenta con la experiencia de los Tribunales Penales Internacionales especiales creados para identificar y castigar a los responsables de los actos genocidas perpetrados en Ruanda y la ex Yugoslavia. Constituyen un importante paso para la extensión del principio del Estado de derecho a nivel planetario: un tribunal establecido por la Organización de las Naciones Unidas juzga, con base en las declaraciones y pactos de derechos humanos convenidos por la comunidad de Estados, a quienes han atentado gravemente contra los derechos fundamentales de numerosas personas, y determinados Estados ponen sus fuerzas armadas al servicio del tribunal para la recolección de pruebas y la presentación de los inculpados.
Vivimos en estos días un momento histórico sin precedente para avanzar decisivamente en la conformación de un nuevo orden mundial, un orden que realmente merezca tal nombre. Un nuevo orden mundial que proscriba para siempre la violencia arbitraria -o sea, la violencia organizada que un Estado dirige con una justificación unilateral hacia personas en otras partes. Un nuevo orden mundial que confirme su fundamento, los derechos humanos, por la vía de los hechos, incluso hacia quienes violan este fundamento: tal y como sucede al interior de los Estados, no se anulan los derechos humanos de los criminales, sino se les acusa y se les juzga con imparcialidad precisamente sobre la base de estos derechos.
Las consecuencias de todo esto son evidentes. La ONU debe establecer de inmediato un Tribunal Penal Internacional especial para los atentados del 11 de septiembre. Estados Unidos debe desistir ahora mismo de cualquier acción militar directa y, en vez de ello, poner sus fuerzas policiacas, militares y de inteligencia al servicio de dicho Tribunal Penal Internacional, tanto para reunir las pruebas necesarias para la identificación de los presuntos culpables como para detener a los acusados.
Hay otras consecuencias importantes. Ante todo, los países que aún no han ratificado el Estatuto de Roma deben acelerar el paso para que la Corte Penal Internacional pueda iniciar cuanto antes su labor de sancionar la violación de los derechos humanos básicos por parte de individuos y de grupos. También es impostergable la toma inmediata de medidas eficaces por parte de todas las autoridades de Norteamérica y Europa para frenar los estallidos de violencia discriminatoria, que han vuelto blanco de la agresión a muchas personas únicamente porque su color de piel, su vestimenta o su religión son similares a los de los presuntos autores de los atentados del 11 de septiembre.
Pero los Estados no existen sin ciudadanos, y los gobiernos y los parlamentos no actúan sin la presión de éstos. Por ello tienen una responsabilidad especial los miembros de las fuerzas policiacas y militares en todo el mundo, quienes deben negarse a cumplir órdenes cuya ejecución implicaría una violación de los derechos humanos de cualquier persona, por más lejana o extraña que parezca. Y también hay que animar a las ciudadanas y los ciudadanos de todos los Estados del mundo para que busquen nuevas vías para hacer valer la idea de los derechos humanos como una fórmula válida de vida humana libre y digna de todos y en todas partes.
Ť Profesor-investigador titular en la Unidad de Ciencias Sociales de la Universidad Autónoma de Yucatán (Mérida, México) y en el Departamento de Antropología de la Universidad Autónoma Metropolitana (ciudad de México).