MIERCOLES Ť 3 Ť OCTUBRE Ť 2001

Aline Pettersson

Blues por José Antonio Alcaraz

Del Blues Boy de Gainsborough a la fuerza ciclónica pasaron algo más de 60 años de una vida que se asomó por cuanta rendija se perfilara en el horizonte. Y las rendijas jamás se agotaron. Porque José Antonio Alcaraz fue un insaciable vendaval azul cuya curiosidad se derramó en todas las direcciones posibles. José Antonio llevaba el mundo en el alma. El mundo brillante, sensible, dispuesto siempre a ampliar las fronteras de su conocimiento enciclopédico, de su amistad generosa, de los bordes amplios de su charla. Y nada de lo humano le fue ajeno.

Yo lo conocí, es decir, conocí el timbre de su voz en aquel viejísimo programa de la XEW Los niños catedráticos, en el que, desde el sofá de la sala de mi casa, salía derrotada. Qué envidia saber lo que él sabía. Con los años me di cuenta de que tal empresa iba a ser siempre una batalla perdida, así que dejé de intentarlo.

Acaso tuviera que ver con su corpulencia, donde todo cabía, porque su aspecto mismo era metáfora del baúl encantado que, de algún modo, era él mismo. Y, como su propio mago, extraía de sí su amor a la música vuelto conocimiento, vuelto creación, vuelto admiración por quienes, como él, lo hicieron fuente de vida. Y en este vasto horizonte tenía, desde luego, filias y fobias; reverenció a Carlos Chávez y manifestó siempre su falta absoluta de afinidad con Beethoven, por ejemplo. Escucharlo entusiasmado desgranando bondades o maldades era un deleite. Digo mal, es un pleonasmo, ya que escucharlo era escucharlo siempre entusiasmado, no había otra manera para él. Y eso era parte de lo que le daba la fuerza huracanada que siempre lo invistió.

Pero José Antonio amaba también con pasión las letras. Parecía haberlo leído todo. Qué placer era conversar con él de Proust tan lleno de vericuetos como el propio Alcaraz. Siempre descubriría algún elemento nuevo en la busca de aquel Tiempo perdido, al tiempo que rebuscaba en el suyo. Y es que su memoria prodigiosa estaba llena de anécdotas de todo tipo. Sin embargo, aunque era imposible hacer a un lado la erudición, prevalecía su sentido del humor a veces amable, con frecuencia mordaz, pero inevitablemente atinado. Y conversaba, no pontificaba, cualidad nada desdeñable y nada común, por otra parte. Las tertulias apoyadas con vasos de Coca-Cola crecían en intensidad mientras pasaban las muchas horas. Y en estos momentos en que la conversación parece ser cosa del pasado, él, por fortuna, jamás se enteró.

Pero el caso es que José Antonio Alcaraz también fue hombre de teatro, y la ópera se vio enriquecida con su dirección escénica poco convencional. Aquí se reunían varias de sus pasiones, que, en realidad, fueron muchas.

Acaso la meta del camino de José Antonio fue encontrarse con el otro, prodigarse y prodigar aquellos interminables pañuelos de seda de mago que extraía de las honduras de su baúl. Acaso por ello charlaba, escribía sin miramientos crítica de música, era maestro. Tenía la necesidad de ir depositando fuera de sí el caudal de intereses que lo habitaba y que precisaba compartir. Y, claro, un ser huracanado también causa estragos, y él no fue la excepción. Su ironía cáustica, su falta de tolerancia ante lo mediocre, su muy personal forma de entender las cosas le acarrearon un buen número de enemistades. Era inevitable.

Durante varios años coincidimos dando clases los lunes en la escuela de la Sogem, y si bien concitó la mala voluntad de algunos alumnos, otros lo quisieron como jamás quisieron al resto de los maestros. Y es que se entregaba con tal generosidad a los proyectos de los muchachos que los que entendían su aspereza salían recompensados. Organizó, primero en la escuela y después en El Hijo del Cuervo, sesiones que daban a conocer la obra de los jóvenes. No escatimó esfuerzos para abrir las puertas de lo público a quienes apenas se asomaban. Eran sesiones muy gratas, por lo que yo asistía regularmente. Así, fui sorprendida por una inesperada lectura de un poema mío, Casandra, en la voz espléndida de Marta Aura que nos hizo llorar a todos, Marta incluida.

Acaso otra de las fuerzas huracanadas que lo acompañó siempre y eso, a pesar de su docta sabiduría, era la mirada de aquel lejano niño que alguna vez fue, y que se negó a dejar que se desvaneciera. Alguna tarde de lunes me retuvo porque quería decirme algo. Y ese algo podía ser amplísimo. Realmente me tomó por sorpresa cuando me comentó que estaba escribiendo cuentos para niños y que quería que les echara un ojo. Debo confesar que me dio un poco de miedo porque, Ƒqué decirle?, la literatura infantil parece fácil, no lo es. Sus primeros cuentos estaban cargados de su agudo, y en este caso amable, sentido del humor. Y si Emma Bovary era Flaubert, los niños personajes y sus tropiezos parecían reflejar las obsesiones y debilidades de Alcaraz.

Después encontró una veta donde sus obsesiones seguían presentes, pero de otra manera. Decidió narrar, desde la infancia, la vida de varios músicos e, incluso, en algunos casos acompañarla con obra del autor. Quiero pensar que más de un niño dirá, con el tiempo, que ahí se inició su amor por la música. Y ese gran niño rindió incuestionable homenaje a Cri-Cri, que estuvo cerca de tantas generaciones a partir de la suya, la nuestra.

Hay tanto que resta por decir; queden aquí estas palabras en un mínimo recuento del mundo azul que fue José Antonio Alcaraz.