MARTES Ť 2 Ť OCTUBRE Ť 2001

Pedro Miguel

Vela de armas

La humanidad lleva tres semanas de vivir feliz en un canibalismo informativo que mastica los fragmentos más pequeños de carne humana rescatados en lo que fue el World Trade Center de Nueva York. El horror inicial ha cedido su sitio a un morbo enfocado en la subasta pública de cartas y calcetines de los terroristas (aún presuntos). El plato que viene no es necesariamente mejor: las empresas infográficas ya lanzaron a la venta doctorados intensivos en geografía afgana y en balances de fuerzas estratégicas en Asia Central y las audiencias hacen acopio de cervezas y botana para sentarse a ver la guerra que viene.

En realidad, desde el primer momento ese conflicto ha venido instalándose en nuestra cotidianeidad no con expresiones de destrucción bélica, sino como un rosario de frustraciones: postergación por tiempo indefinido de las expectativas de consumo, negocios extintos, viajes cancelados, juguetes que se quedan en el aparador de la tienda por más tiempo del previsto.

Hablando de juguetes, Clara y Sofía eludieron el bombardeo monotemático y atroz mediante una solución de sensatez rotunda muy propia de su edad: chapotear desnudas en el agua y esperar unos años a que las noticias de este momento se vuelvan contenido y las alcancen en los libros de historia. Cuando se asomen a estas semanas demenciales acaso no lo hagan en forma más indolora ni con mayor comprensión, pero sí lograrán, al menos, preservar su inocencia. Ellas no tendrán por qué sentirse involucradas de forma alguna en la obra de destrucción (que será especular, me temo) de los terroristas y de los contraterroristas, ni en el manoseo procaz de lo informativo, ni en la deshumanizada curiosidad por el destino de los limpiadores neoyorquinos y de los campesinos afganos. No estarán menos tristes cuando se enteren de las cotas logradas por el instinto de destrucción de los humanos, pero podrán eludir la aguda sensación de impotencia que nos acosa ahora a los adultos mientras observamos la gestación de lo que promete ser una de las campañas de violencia más difusas, impredecibles y, para la gente común, ominosas: la guerra contra el terrorismo será elástica, carecerá de bandos definidos (aunque empiece con bombazos en Afganistán) y se mimetizará con su enemigo.

Todos, en algún momento de nuestra vida, hemos jugado con agua mientras una confrontación bélica tomaba curso. Así seguirá ocurriendo, además, en tanto el neocórtex no logre domesticar al reptil idiota y violento que, agazapado en el fondo del cerebro, espera una provocación para manifestarse en toda su arrogancia destructiva. Esa noción de haber convivido, en plena inocencia, con una o muchas guerras cercanas o remotas, nos ayuda a la sobrevivencia moral en épocas como la presente, cuando los halcones y los pragmáticos se disputan las modalidades de la venganza y cuando los partidarios de la pureza total aguardan con avidez a que una bomba les caiga en la cabeza y los libre, de una vez por todas, de las ambigüedades de este mundo.

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