LUNES Ť Ť OCTUBRE Ť 2001

Ť Hermann Bellinghausen

Bajo el ámbar falso de las preventivas

La ventaja de manejar tan de noche es que van tocando puras preventivas. Hugo C. no necesita frenar a cada alto. Las calzadas y los ejes brillan de un negro obsidiana pasado por agua, manchadas de reflejos ámbar falso que escurre la intermitente luz amarilla de los semáforos en hibernación. Los pocos altos se los pasa tranquilamente. Falta para que amanezca.

Solo en la cabina, harto de fumar, el termo de café se terminó hace horas, ya van tres cocas con pegue de ron (la cuba caminera de rigor). Cansado de engañarse el cansancio a base de anfetas. Aburrido de hablar consigo mismo, y más aburrido de los locuaces locutores nocturnos que leen sin dar respiro cartas de amor enviadas por la audiencia, recitan poemas edificantes o chacotean con el sonidista, interrumpiéndose de vez en cuando para poner (mala) música.

Contento de que llegó. La tirada fue larga y difícil. Hugo C. no es de los que se mochan con los policías del trayecto ni les vende información acerca de lo que traen rodando estos caminos del Señor. Suele arreglárselas por sus propios medios: atajos cuando los hay, labia cuando se precisa, trucos de velocidad. Allá abajo en especial, y también en las mesetas y las sierras del sur. Por Tabasco es más fácil transitar, pero no siempre hay chanza de agarrar la vía del Golfo.

Nada más de entrar en la ciudad ya se siente del otro lado. Aquí termina su parte. Ahora sueña que alcanza su catre, dulce catre, antes de las seis. Enfila por Plutarco a unos ochenta, que baja a cincuenta (no hay que exagerar) cuando vislumbra el parpadeo azul y rojo de las patrullas.

"Bamba Bamba", dice al micro del radiotransmisor. Durante los viajes usa el aparato lo menos posible, sólo en casos de emergencia, pero siempre avisa que llegó cuando faltan pocas cuadras. No espera respuesta, apaga enseguida. Los conoce, a los del garage, les encanta meterse en la frecuencia de los taxistas y babosear la jerga de los cibis, esa cháchara en clave machina que sin nada interesante que decir infesta las noches en banda civil en cualquier parte de las República. Su "Bamba Bamba" basta para que sepan que ahí viene, alcen la cortina y no lo hagan esperar afuera.

Deja atrás las casas, la zona de baldíos, las rampas agrietadas de la planta jabonera. Un monito sin paraguas ni impermeable camina sobre la banqueta larguísima de la bodega de la Cherwin. "Qué horas para andarse mojando". Verdaderamente. "ƑA dónde creerá que va?".

Llovizna. El equinoccio de otoño estrena la puntual y agresiva temporada de huracanes. Que se lo cuenten. Hugo C. ha traído encima a Juliette desde la frontera. Y tormentones. Aunque claro, mejor para el negocio: bajo los aguaceros la vigilancia, como el resto de las acciones humanas, sufre un cierto apendejamiento.

Vira en las vías muertas de las fábricas. La cortina del garage se alza cronométricamente y proyecta a la calle un resplandor opaco. Hugo C. apaga los faros. Disminuye la velocidad en eso de trazar la curva, subir la rampa, introducirse.

Bien aceitada, la cortina hace poco ruido al caer, luego luego. A no ser por el cascabeleo de la cadena, sería una escena de cine mudo. El camión rueda sobre la plancha de asfalto, semillena de carros y partes, y se estaciona frente a la caseta del fondo, que en realidad no es caseta de nada sino acceso al sótano donde guardan a los ilegales en lo que sale el siguiente turno al norte, uno o dos días después.

Ese ya no es asunto de Hugo C. El cumple hasta aquí. Abre la puerta trasera para remover las rejas de calabaza. Por el hueco sale la "entrega". Embarcados en el Suchiate, encerrados, zarandeados y con escalas muy esporádicas, los primeros centroamericanos bajan pálidos, aturdidos, al borde del vómito o urgidos del baño. Alguien se hizo en los calzones, huele. Otros bajan como si nada, frescos, decididos, pendientes. Todos, mareados o no, dan las gracias.

A Hugo C. le da por hacerse el pétreo. Sin pasarse de "bueno", se porta lo mejor que puede con las "entregas". No sacude a los pasajeros ni los humilla, les habla de usted aunque sean indios y no les saca un peso de más; él cobra de garage a garage. Tiene mérito conservar la buena onda en el negocio del tráfico de carne viva. Entre los changos, los polleros y sus gatos, luego hay cada gandalla; tratan a los pollos peor que a gitanos.

Más simpatía que conmiseración lo lleva a pensar en cuánto falta a esta gente para terminar su aventura. Ese viaje al norte ya lo conoce, lo tiene peregrinado."Shet!", piensa casi en voz alta, cuando ve a los chapines y salvadoreños desaparecer por la boca iluminada de la caseta. Sótano abajo, sin ventanas, pasarán las próximas, si bien les va, 40 horas.

-Patato, Ƒestá? -pregunta al cuchito que salió para alzar la cortina.

-No. Anda viniendo nomás las mañanas. Es que... tiene su casa, ya no duerme aquí explica de más el cuchito.

Hugo C. sólo trata con Patato, evita enredarse en los hilos de sus lugartenientes, una bola de aprovechados. Se enfunda en el mono de hule. Jala el respaldo, saca su mochila deportiva, arroja al asiento las llaves y camina hacia el taller. Desencadena del tubo del tinaco la moto ligera, la monta, la pone a rugir y enfila a la puerta trasera. Abre, saca la nave, cierra, y bajo la lluvia que arrecia, emprende rumbo al hogar. No queda lejos.

Al coger la avenida, ve otra vez al monito que, empapado del suéter a los calcetines, apenas alcanza la esquina de la Cherwin. "ƑAdónde creerá ése que va?", piensa, y de inmediato olvida al chorreado monito que se le cruzó y lo obligó a frenar segundos antes sin dar muestras de que lo registraba a pesar del faro y el runrún del motor. Pasado el fantasma, Hugo C. acelera en dirección opuesta. "Catre", es la única palabra que piensa. "Catre y cobija", suspira. Su moto esquía sobre el espejo negro de los charcos y deja estela en las intermitentes manchas ámbar de las preventivas.