LUNES Ť 1Ɔ Ť OCTUBRE Ť 2001
León Bendesky
Economía y guerra
Keynes advirtió que: ''Las ideas de los economistas y de los filósofos políticos, tanto cuando son correctas como cuando están erradas, son más poderosas de lo que comúnmente se entiende. En realidad el mundo está regido por muy poco más que eso. Los hombres prácticos que se creen al margen de cualquier influencia intelectual, son usualmente los esclavos de algún economista difunto''. Ya la recesión que se perfilaba durante el curso de todo este año en la economía de Estados Unidos empezaba a exigir una revisión de las políticas monetarias y fiscales que se habían usado para administrar la larga expansión anterior que abarcó casi una década. Hoy, después del 11 de septiembre, parece que Keynes va a resucitar, ante la mayor necesidad de estimular la economía.
Hay quienes creen que la guerra contra el terrorismo que ha declarado Bush junto con la OTAN y las Naciones Unidas funcionará como un estímulo suficiente para la producción y la demanda por el mayor gasto público que se requerirá, a lo que se añadiría el gasto por la reconstrucción de la parte dañada de la ciudad de Nueva York.
Pero tal vez esta guerra no sea suficiente para provocar dicho estímulo por el carácter estrictamente militar que muestra hasta ahora y, en caso de generalizarse con un enfrentamiento bélico más abierto, sus consecuencias negativas en términos humanos y sociales podrían muy bien superar su posible beneficio económico.
Pensemos solamente que por muchas razones que conviene tener en mente, este no es un conflicto del mismo tipo que la Segunda Guerra Mundial. En todo caso hay un dejo de frivolidad malsana en este tipo de argumento y, también, debe advertirse que hay muchas agendas políticas que promueven sus propios intereses (véase, por ejemplo, el artículo de Robert Barro en Business Week, octubre 1, que por las certezas que exhibe se puede contrastar con la incertidumbre propuesta por J.P. Fituossi, en El País, 29 de septiembre).
Pero queda el mayor gasto público que ya está anunciando el gobierno estadunidense; se habla de montos de hasta 40 mil millones de dólares para programas de emergencia económica y de hasta 24 mil millones de dólares de apoyos a la industria de la aviación. Además, la administración Bush había aprobado el programa de devolución de impuestos mediante el uso de fondos acumulados por el superávit fiscal. Por su parte, la Reserva Federal está en un proceso activo de reducción de las tasas de interés para evitar un mayor enfriamiento de los mercados, mientras el dólar ajusta su valor frente a otras monedas como el yen japonés.
Estas son medidas de corte keynesiano, como se conoce convencionalmente a las acciones de intervención directa para el apoyo a la demanda y la reactivación de los mercados. Todo esto tiene ahora que confrontar un escenario que si ya indicaba una fuerte propensión recesiva, se agrava por la repercusión adversa derivada directamente de los ataques terroristas y de la respuesta militar que se está fraguando.
La resurrección de Keynes puede ser útil por dos buenas razones cuando menos. La primera para replantear -como lo exige la manera en que funciona hoy la economía- el paquete de las políticas que se aplican de modo generalizado en el mundo. La segunda para volver a convertir al debate entre el mercado y el Estado que se ha derivado de esas mismas políticas, en algo intelectualmente más relevante y políticamente más útil. Esto sería sano en todas partes, y por lo que a nosotros se refiere representaría la posibilidad de remover el inmovilismo en el que está cayendo el gobierno Fox al mismo tiempo en que caen las expectativas de crecimiento de la economía y tienden a agravarse los conflictos.
Ya se sabe bien que el escenario de crecimiento para este año se ha reducido de modo muy pronunciado, que el producto puede registrar incluso una tasa negativa de expansión, y que las condiciones de la recuperación se posponen cada vez más. El gobierno se mantiene firme en la aplicación de las políticas de contención fiscal y monetaria, lo que indica su preferencia por la estabilidad de los precios por encima de otros objetivos que constituían, igualmente, la metas de esta administración para el mejoramiento del desempeño de los negocios y del bienestar de la población.
La estabilidad es, sin duda, una meta importante, pero puede llegar a perder significado si se consigue en el vacío, sirve sólo en tanto se convierte en la base de sustento de un mejor funcionamiento del sistema económico, cosa que en México no está ocurriendo. Esta estabilidad, paradójicamente, puede estar minando sus propios soportes al ampliar el agujero fiscal existente aunque no se contabilice en el déficit, al profundizar la escasez de crédito y al reducir la capacidad de respuesta, no sólo por el efecto adverso proveniente del exterior sino en el terreno interno.
El beneficio de corto plazo derivable de la estabilidad puede acabar siendo bastante menor que el costo de largo plazo de postergar una intervención bien definida. La paciencia que exige el gobierno no es un argumento político completamente válido y puede desgastarse bastante rápido. La respuesta de achicarse cada vez más, como se plantea para el próximo presupuesto, indica la visión que tiene el gobierno de sí mismo: parece que se ve como un estorbo en lugar intentar convertirse en un instrumento útil.
Y si en cierto que esta visión la comparte y promueve un sector de la sociedad, también lo es que para otro, mayoritario, es una condición adversa. Para una sociedad como ésta, con grandes carencias y desigualdades, y para una economía sometida a fuertes presiones cíclicas sobre su capacidad de crecer y que pierde rápidamente la posibilidad de generar empleos e ingresos, un Estado pobre e inmovilizado es un lastre. Aquí no se trata de una cuestión de modas teóricas o de convicciones ideológicas, pero no cabe tampoco la defensa hasta el fin de ideas que se han implantado firmemente en el quehacer político como si fueran dogmas y, en todo caso, no hay mucho espacio para equivocaciones ni tiempo para actuar.