lunes Ť Ť octubre Ť 2001

Elba Esther Gordillo

2 de octubre

Metáfora inagotable; son 33 años ya de aquella noche triste del 68 y ningún aniversario ha sido igual. Y no lo ha sido porque año con año el 68 nos ofrece la oportunidad de recordar a nuestros muertos y, al mismo tiempo, tomarle el pulso a nuestra democracia.

En tanto parteaguas histórico, el movimiento estudiantil de 1968 se ha constituido en un referente ineludible para saber cuánto hemos avanzado y qué tan lejos o cerca estamos de la democracia, que hace más de 30 años cientos de jóvenes apenas imaginaban. Quizá por ello el 68 lo compartimos no como herencia o patrimonio, sino como continuación de un quehacer democrático, del día a día de la participación política.

Historia contada a varias voces, el 68 aún no se deja aprehender por la memoria. A veces mito, otras tantas martirologio, sus impactos dependen de sus nombres y significados, de sus repetidos bautizos y sus múltiples milagros, de sus interpretaciones y sus apropiaciones.

Por ello, vale más pensar el 68 no como arqueología o museo de la memoria -para las jóvenes generaciones sobre todo-, sino como la experiencia continua de una práctica democrática, cotidiana, contingente, como un esfuerzo ético y político de una buena parte de la sociedad por estrenarse en el hábito de la ciudadanía, de ejercerla a plenitud -con todas sus posibilidades y riesgos-, de alcanzar la mayoría de edad democrática.

Y es en esa medida que el 68 sigue siendo una lección vigente, actual, de la capacidad de una sociedad para indignarse y participar de la cosa pública: es decir, de dotar de contenido el concepto hasta entonces semivacío de ciudadano, de recuperar las calles y avenidas, es decir, la plaza, como locus de lo político, por definición, público.

Es cierto que recordar el 68 todavía nos duele, pero también lo es que el movimiento estudiantil trascendió lo trágico. No podemos soslayar que sin más armas que una legítima aspiración democrática, miles de jóvenes ciudadanos sacudieron con alegría y esperanza un sistema político que no atinaba a desentrañar el signo de los tiempos que corrían.

Principio y fin; Octavio Paz dejó escrito: "el 2 de octubre terminó el movimiento estudiantil. También terminó una época de la historia de México". Terminó, es cierto, una época e inició otra: la de la construcción civil de la democracia, la del largo y sinuoso camino de la apertura política y la transición del régimen.

Luego de más de tres décadas, podemos advertir que los impactos del 68 fueron múltiples: para empezar recuperó nociones que los discursos ha-bían desgastado, como las de comunidad y autonomía universitaria; dotó a la Universidad Nacional y a la educación de contenidos sociales; nos ofreció, también, una nueva forma de hacer y entender la política entre ciudadanos; nos enseñó a entender la democracia como una cruzada y movilización permanentes, cotidianas.

Este aniversario del 2 de octubre parece decirnos que quizá la intención de recordar no sea otra que la de entender. Para eso sirve también la memoria: para explicar y explicarse, para dejar atrás, para empezar... Más que encontrar las similitudes, que emparentarnos con el pasado, tal vez la memoria nos permite distinguir las diferencias, descubrir lo que dejamos de ser, lo distinto que somos...

Por ello, a 33 años del 68 es evidente el cambio: todo ello es parte y herencia del 2 de octubre, de esa fecha que no se olvida, que no se acaba porque la tarea democrática tampoco. Ť

 

[email protected]