DOMINGO Ť 30 Ť SEPTIEMBRE Ť 2001

Angeles González Gamio

Tierra de arquitectos

Sin duda Mesoamérica ha sido tierra de grandes arquitectos. Baste recordar los que hicieron las prodigiosas ciudades prehispánicas: Teotihuacán, Uxmal, Mitla, Chichen-Itzá, Monte Albán y la propia México-Tenochtitlán, de cuya grandeza y hermosura tenemos descripción detallada por parte de los que tuvieron oportunidad de conocerla en el momento de esplendor que vivía a la llegada de los españoles, como es el caso de Hernán Cortés con sus Cartas de relación, o la extraordinaria crónica de Bernal Díaz del Castillo, tan prolija que nos permite "ver" la deslumbrante ciudad lacustre y la vida de sus habitantes.

Tras la conquista española, el talento de arquitectos y alarifes se conjuntó con la destreza y buen gusto de los artesanos indígenas, dando como resultado la bella arquitectura virreinal, que alcanzó su culminación con el barroco, al que le imprimieron un carácter mexicano. A partir del siglo XIX se siguieron diversas modas, en su mayoría copiadas del extranjero, pero en un gran número de casos se imponía la creatividad local; fuimos maestros del ecléctico, esa mezcla de estilos que en ocasiones conjunta cuatro o cinco, resultando en una curiosa "melcocha" que milagrosamente suele ser agradable.

En el siglo XX, tras varios intentos fallidos (art-decó, neocolonial) por encontrar un camino propio en la arquitectura, a partir de fines de la década de los cuarenta comenzaron a surgir arquitectos con ideas nuevas, que integraban un pensamiento de corte internacional con conceptos nacionales, dando lugar a una distintiva arquitectura mexicana contemporánea. Poco conocida por el gran público, hay obras magníficas, en las que se da un rescate de principios, formas y materiales del pasado con diseños de vanguardia.

Hay un gran libro que publicó la Unión Internacional de Arquitectos hace un par de años con motivo de su 50 aniversario, cuando fungía como presidenta la talentosa Sarita Topelson de Grinberg, que nos brinda un vasto panorama de lo que ha sido la arquitectura de nuestro país de 1948 a 1998. Resulta impresionante advertir la evolución que ha tenido y la vigencia de muchas edificaciones que están por cumplir 50 años. El libro comienza en 1948, con la deliciosa casa de Luis Barragán en Tacubaya, ese artista notable que inició una escuela que retomaba conceptos, espacios, colores y formas regionales, alcanzando tal reconocimiento que fue merecedor del codiciado premio Pritzker, considerado el Nobel de arquitectura.

A partir de ahí vamos descubriendo año por año alguna obra significativa: casa particular, edificio de oficinas, departamentos, templo, mercado, hotel, central de autobuses, fábrica, multifamiliar; en fin, toda una gama de construcciones que nos permite apreciar la creatividad y el talento que a lo largo de medio siglo han mostrado muchos arquitectos mexicanos, que han buscado un camino propio sin olvidar sus fructíferas raíces.

Para no salirnos del tema, aprovecho para recomendarles una interesante exposición que organiza la misma Sarita Topelson, actual directora de Arquitectura y Conservación del Patrimonio del INBA, que se presenta en el Museo de Arquitectura, situado en el último piso del soberbio palacio de Bellas Artes, titulada Corpus urbanístico de Puebla y Oaxaca en España. Es el resultado de una extensa investigación que duró varios años, realizada por los arquitectos José Luis Cortés y Jorge González en diversos archivos españoles. Hay algunos que son auténticas obras de arte, con encantadores dibujos y colores, y no falta el que se acerca más a un códice prehispánico, como el mapa del pueblo de Tlacotepec, de 1580, con personajes y glifos indígenas, así como notas en caracteres latinos, en náhuatl, español y zapoteco, y de "pilón" deliciosamente coloreado.

Hay que apresurarse a verla, porque se cierra el 12 de octubre, y no hay que olvidar que en el restaurante del Palacio de Bellas Artes se come y cena sabroso. Por cierto, es de los pocos lugares donde preparan excelentes martinis y Manhattans, ese coctel que paladeaba con deleite Ava Gardner en las películas de los años cuarenta. Para bolsillos limitados, a un par de cuadras, en la calle de Independencia 4, está la impecable fonda Tlaquepaque, donde como es de suponerse la especialidad son la birria de carnero y el pozole, pero además hay toda una gama de ricos antojitos, tacos y tortas, acompañadas de un cervecita o una agua de pingüica, siempre refrescante y, por añadidura, buena para la salud.

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