domingo Ť 30 Ť septiembre Ť 2001
José Agustín Ortiz Pinchetti
El centro vivo
Estoy aquí preparándome para escribir sobre el Centro Histórico y su rescate. Lo primero que me pregunto es por qué tenemos que rescatarlo y de qué. Lo segundo es hasta qué punto el rescate no va a significar una nueva forma de destrucción, o dicho en una forma más optimista, de reconstrucción.
La primera pregunta tiene que ver con un proceso que ha durado los últimos 50 años, que han sido un desastre silencioso. Hasta finales de los cuarenta la ciudad tuvo una identidad clara, pudo ser pensada y más adelante prospectada. Y esto se debía a que tenía un centro bien definido.
En algún momento a finales del siglo anterior, o a principios de este, las familias que vivían en el centro, y que se estaban multiplicando, y las gentes que venían de la provincia con esperanzas de encontrar "nuevos horizontes", se iban a vivir a nuevos poblamientos hechos con criterios de modernidad. Pero las colonias estaban tan cerca del centro y tan vinculadas con él que formaban una sola trama, como la de un organismo vivo que tiene un núcleo central y su protoplasma.
Quizás esta metáfora está llevando a hablar de la capital como de una amiba, puesto que había una zona central rica y poderosa, bien trazada, con gran belleza monumental, que era motivo de un orgullo implícito.
Este proceso de crecimiento más o menos gradual, que no dejó de producir y de conservar arrabales espantosos, se trocó con una expansión rápida, furiosa, que careció de toda racionalidad que no fueran el interés de la reducida elite antisocial.
Octavio Paz, cuando hizo un recuento en su admirable ensayo "Escombros y semillas" (octubre 1985), lo dice muy claro. Tres fuerzas negativas habían operado para producir el desastre: el centralismo autoritario que anuló las posibilidades de crecimiento de las provincias a favor de la ciudad estado. El burocratismo que atrajo y alimentó una costosa clase parásita, la que giró alrededor del monarca presidencial. Y finalmente la especulación inmobiliaria. Se hicieron grandes capitales gracias a la libertad salvaje de destruir lo antiguo aunque fuera bueno y bello y construir lo "moderno" aunque fuera malo y feo. Las dos tendencias se mantuvieron y cuando no se pudo construir bien en el Distrito Federal se construyó pésimo en los municipios del estado de México colindantes, que al crecer sin orden formaron finalmente una monstruosa ciudad que para efectos prácticos no respetaba las líneas divisorias. Así la capital es una masa indescriptible donde viven hoy más de 20 millones de habitantes, y si no se controla y ordena será el espacio de 30 millones en 10 años más.
La ciudad antigua, la de los aztecas, era simultáneamente recinto sagrado y fortaleza, vergel de canales y jardines, una gran invención humana en medio de un inmenso estanque color jade. Fue asaltada y tomada por los españoles entre 1519 y 1521. Los europeos construyeron, sobre las ruinas de la ciudad que ellos habían admirado, otra extraordinaria con el modelo renacentista; hicieron una traza de tablero de ajedrez que todavía se conserva. La estúpida voracidad de los colonos españoles los llevó a borrar los bosques que circundaban el lago; luego al cerrar los canales acabó con las chinampas, y más tarde con el entorno lacustre.
La naturaleza les respondió como si de verdad hubiera una justicia poética y acabó la ciudad renacentista por la vía de la inundación. Tuvieron los españoles que convencerse de que la diosa virgen de Guadalupe era más poderosa que sus propias deidades y aceptaron traerla del Tepeyac para entronizarla en la Catedral por un tiempo, con lo que lograron simultáneamente acabar con la inundación y crear el mayor símbolo nacional.
Hubo otros ataques urbanicidas. La ciudad barroca (también grandiosa) fue semidestruida por el neoclasicismo y el legado colonial como conjunto por la racionalidad de los liberales y de los "científicos" del Porfiriato. El último asalto fue el del funcionalismo estadunidense sobre lo que quedaba de ciudad colonial en los años treinta y cuarenta. Destruyó mucho pero no acabó con todo; dejó 3 mil edificios magníficos.
Las cosas han llegado tan lejos que se habla de la necesidad de rescatar el Centro Histórico. Ahora, cuando las cosas parecen irreversibles, cuando el valle entero está cubierto por una masa informe que se pretende la urbe más grande del mundo, es cuando intentamos revisar las cosas y poner orden. Se empieza por donde se debe, por reorganizar el centro, devolver a la ciudad su núcleo vital. Las inercias en contra son enormes. Más de medio siglo de irresponsabilidad. El cambio democrático obliga a una racionalidad en la gestión de gobierno. Mientras el sistema presidencial monárquico cumplía sus ciclos sexenales sin rendir cuentas a nadie era posible pensar en una prórroga indefinida de eternidades. Hoy las cosas son más urgentes, porque el poder puede cambiar de manos si los gobernantes no hacen bien su trabajo.
Conspira a favor de la idea del rescate el enorme valor inmobiliario del Centro Histórico y de su potencial como atractivo turístico. Ninguna otra ciudad de América pueden ofrecer 160 puntos de interés simultáneo, es decir palacios, monumentos religiosos, plazas, museos. Los poderes siguen funcionando en el Centro Histórico, no sólo los locales sino los federales y los religiosos.
En ninguna otra parte probablemente existen tantos centros culturales, archivos, teatros, bibliotecas, iglesias. Es una de las regiones del mundo mejor comunicadas, dotada de estaciones del Metro, de trolebuses, de autobuses, con centenares de cantinas, antros, cafeterías, restaurantes, bares, hoteles, moteles y albergues donde se podría recibir a cientos de miles y hacerlos disfrutar de la existencia. Podrían estimularse todas las funciones culturales.
Con todo esto en espera de ser articulado hay condiciones muy buenas para poder planear una recuperación.
Además necesitamos reanimarnos, porque hay muchos elementos amenazantes en este tiempo. Porque los mexicanos nos hemos deprimido ya lo suficiente durante 25 años de crisis, deterioro político, corrupción, como para seguir sumergiéndonos en la autocompasión. Debemos virar hacia el centro, y si nos fijamos veremos que está vivo y coleando.