SABADO Ť 29 Ť SEPTIEMBRE Ť 2001

Ť Javier Wimer

La guerra sin límites

La historia no se detiene nunca y agrega constantemente nuevas dimensiones a la realidad y a las teorías que la interpretan. La guerra y la seguridad de los Estados tienen, desde la tragedia del 11 de septiembre, una distinta magnitud y un distinto significado.

Erich Ludendorff, uno de los mayores héroes alemanes de la Gran Guerra y el más reaccionario de los militares de su tiempo, publicó el año de 1935, en Berlín, un libro llamado La guerra total, en el cual predicaba que el Estado debe emplear todos los medios a su alcance por vencer al enemigo, sin atender a la diferencia tradicional entre ejército y población no beligerante, sin respetar ninguna norma jurídica o moral. Al lado de Mi lucha, de Hitler, su obra es considerada una de las piedras angulares del pensamiento nacionalsocialista.

Desde entonces a la fecha hemos enriquecido considerablemente el catálogo de nuestros crímenes colectivos, y superado, una y otra vez, los límites de la antigua guerra total. Los horrores de la lucha de trincheras, que tan dramáticamente describieran Barbusse y Remarque, y aun los bombardeos masivos y los campos de concentración durante la guerra siguiente, no llenaron a plenitud las macabras exigencias de Ludendorff, pero las rebasaron, en cambio, las bombas que explotaron sobre Hiroshima y Nagasaki.

pakistan_afghanistan_atLa capacidad para aniquilar cualquier forma de vida en un ilimitado espacio físico convirtió la bomba atómica en el arma total necesaria para la guerra total. La energía nuclear aplicada a fines militares es el límite de lo posible y de lo imaginable. Puede usarse en escalas y variantes distintas, pero no hay ninguna fuerza que pueda sustituirla o superarla.

En estas circunstancias, se puede afirmar que la guerra ha agotado sus posibilidades físicas, no sus posibilidades de evolución. Ahora hay nuevos protagonistas que no estaban previstos ni invitados a las guerras mundiales. Ya no son las naciones o los Estados, sino sectas locales o trasnacionales, las cuales disponen, como los Estados mismos, de recursos ideológicos y materiales que las convierten en verdaderos poderes autolegitimados que crecen y operan desde los cimientos de la sociedad.

Este septiembre negro, que repite o usurpa el nombre de las masacres de Sabra y Shatila en territorio libanés, muestra la capacidad destructiva de los grupos terroristas y la vulnerabilidad de un sistema de seguridad planteado en términos puramente materiales. Pone de relieve, además, que no es necesaria, siquiera, la posesión de una tecnología militar para atravesar las redes de protección más modernas y sofisticadas del mundo. Ha sido suficiente la acción de pequeños comandos, peor armados que una patrulla de boy scouts, para destruir el corazón de Manhattan y una parte significativa del Pentágono.

Los hechos son contundentes y claras sus lecciones. Podrían servir, a título de ejemplo, para descartar por notoriamente inútil el proyecto en curso del escudo antimisiles que sólo resultaría útil para exhibir la supremacía militar de Estados Unidos y para asegurar la continuidad de los negocios millonarios del complejo industrial-militar. También podrían servir para elaborar una estrategia de seguridad internacional que tuviera por prioridades el desarrollo y la gestión satisfactoria de conflictos locales y regionales.

Sin embargo, el curso de los acontecimientos sigue un camino distinto. Los terroristas han entregado no un cheque, sino una chequera en blanco a Bush, y este presidente débil y de controvertida legitimidad está en camino de transformarse en un justiciero dios de la guerra, en el arquitecto de ese sueño de la derecha estadunidense que es la guerra espacial.

El discurso de Bush ante el Congreso confirma estas sombrías hipótesis. El tono emotivo del acto, el dolor y la ira por la tragedia, el estilo bíblico con que invocaba al dios de todos los ejércitos, fueron el telón de fondo adecuado para anunciar una cruzada con poderes discrecionales y enemigos a la carta. La primera fase del programa es implantar una economía de guerra y dejar en manos de Estados Unidos la oportunidad y naturaleza de las acciones militares.

La halconesa Raice, consejera de Seguridad Nacional, y otros distinguidos halcones de Washington atizan la hoguera de la guerra con declaraciones imprudentes y desmesuradas. Pero también hay fuerzas y voces en el mundo, incluso en el propio gobierno estadunidense, que se levantan en contra de acciones que pudieran abrir la puerta a un conflicto de dimensiones planetarias. Es decir, a una guerra total, absoluta, sin límites y sin excluidos, que podría ser la primera guerra global del siglo XXI y la última de la historia.

El mundo, la gente que vive en el mundo, debe considerar y luchar contra cualquier tipo de terrorismo, el terrorismo de Estado y el terrorismo de cofradía. No pueden justificarse los crímenes de uno como respuesta a los crímenes del otro, pues a fin de cuentas, quienes sufren los horrores de la violencia son los hombres, las mujeres y los niños de la vida diaria, quienes andan por las calles, quienes asisten a escuelas, mercados, talleres y oficinas. Tales horrores sólo por excepción pueden alcanzar a los altos responsables de la política y de las finanzas, como lo demuestra el hecho de que ninguno de ellos haya perecido entre los miles de víctimas que dejaron los ataques a las Torres Gemelas y al Pentágono.

Debemos enfrentar colectivamente el terrorismo con los instrumentos de la razón y del derecho. Seamos solidarios con los deudos de la tragedia estadunidense y unamos esfuerzos para combatir al terrorismo en los términos de nuestra legalidad y de nuestros compromisos internacionales. Pero nunca firmemos contratos en blanco que enajenen sin rumbo la voluntad nacional.