miercoles Ť 26 Ť septiembre Ť 2001

Sergio RamírezŤ

La operación perfecta

En una ocasión en que me tocó hablar en la Universidad de Oklahoma, pedí que me llevaran a ver el baldío donde se había alzado, en pleno centro de la ciudad, el edificio gubernamental dinamitado en abril de 1995 por la mano de Timothy McVeigh, el fundamentalista de la supremacía racial blanca en guerra contra su gobierno, y quien a través de aquel acto pretendía vengar a los muertos del asalto del FBI, dos años atrás, al reducto de la secta de los Branch Davidians en Waco, Texas.

En el edificio Murrah, además de las oficinas de diversas agencias federales, funcionaba un kindergarten, y entre los 169 muertos por la explosión de la carga de nitrato de amonio colocada por McVeigh en un camión, hubo docenas de niños. Nunca olvido que en la malla que rodeaba el baldío pendían ositos de peluche, tarjetas con dibujos infantiles, fotografías, cartas en letra escolar. Y que en la acera quedaban los restos de las velas encendidas por los pobladores cada noche.

He vuelto a ver esas velas encendidas, esos mensajes destinados a los muertos, esas fotografías, esas cartas de amor que ya no llegarán a sus destinatarios, ahora que otra hecatombe terrorista, la de Nueva York y Washington, ha superado con creces a aquella de Oklahoma. Bin Laden, el fanático que no perdona la profanación de la tierra santa Saudita por las tropas estadunidenses en guerra contra Irak, quiso golpear los centros de poder financiero y militar de Estados Unidos, no importa quién fuera sacrificado. McVeigh, el otro fanático que había estado en esa misma guerra de Irak, fue a ensañarse en la inocencia rural del medio oeste, donde se sabe tan poco de las complejidades del mundo exterior. La Oklahoma de cielos arrebolados de los musicales de Judy Garland, y de las infinitas tierras labrantías de la novela Las viñas de la ira, de John Steinbeck, que uno divisa, oleada tras oleada, en el paisaje sembrado por las moles de los malls, sus cúpulas doradas brillando con el sol poniente, como grandes catedrales. O como mezquitas.

Y he recordado Oklahoma ahora que he leído el conmovedor artículo Yo no soy el enemigo de la periodista estadunidense de origen árabe Reshma Memon Yaqub, en el que nos recuerda que los primeros señalados como responsables de aquella barbarie de 1995 fueron los musulmanes, un nombre que, ella lo dice también, se ha vuelto para muchos seudónimo de terrorismo. Y, por desgracia, es una percepción que no va a cambiar tan fácilmente, menos ahora. A raíz de esta nueva brutalidad se han producido graves actos de discriminación y de agresión que la periodista teme van a seguir multiplicándose.

No sólo en Estados Unidos, a pesar de ser una sociedad tan multirracial, sino también entre nosotros. En América Latina estamos lejos de comprender el mundo islámico en toda su riqueza, su diversidad y complejidad. Y en nuestro caso ocurre a pesar de que tenemos una herencia directa de esa formidable cultura, que nutrió siglos de la cultura española, y que por tanto forma parte de nuestro propio mestizaje.

Hemos llegado a aceptar con docilidad, como imágenes únicas del mundo árabe, las que nos da todos los días la televisión: extremistas chiítas empuñando fusiles Aka, milicianos del Hezbollah entrenándose para actos suicidas, y los clérigos de la suprema curia talibán que en Afganistán condenan a las mujeres al destierro dentro de sus propias casas y dentro de sus propios cuerpos, y destruyen a cañonazos monumentos de otras culturas. Es como si los sicarios del cártel de Cali, o los del cártel del Golfo, o el general Pinochet, nos representaran a todos los latinoamericanos, o como si los extremistas blancos en que se encarnó McVeigh, y que quieren destruir a su gobierno porque les parece demasiado liberal, representaran a todos los ciudadanos de Estados Unidos.

Los días que se le vienen al mundo pueden llegar a ser terribles, porque no podemos medir las consecuencias de la guerra que en procura de ponerle fin al terrorismo se está desatando. Pero si en algo debemos esforzarnos es en ayudar a sostener y difundir el sentimiento de tolerancia, no hacia el terrorismo, por supuesto, frente al que no puede haber grados de justificación, sino frente a los distintos modos de ser y de creer. Y la cultura islámica, hay que recordarlo, ha sido siempre una cultura de tolerancia.

En lo peor de las tempestades, como la que ahora vivimos, no debemos nunca dejar de volver los ojos a las arcadias perdidas, como anuncios de las utopías del futuro. No podemos quedarnos sin utopías. En un estupendo libro de entrevistas que recomiendo para aprender tantas cosas que no sabemos del Islam, Mil y una voces, de Jordi Esteva (Aguilar, 1998), el escritor francés Alain de Libera recuerda que en las escuelas de Toledo, en el siglo XI, el filósofo Avicena, que era persa, era traducido en voz alta, del árabe al castellano, por un judío, y un cristiano copiaba aquella traducción en latín. La operación perfecta de convivencia, que crea y no destruye.

Ť Escritor nicaragüense. www.sergioramirez.org.ni