MIERCOLES Ť 26 Ť SEPTIEMBRE Ť 2001

Adolfo Gilly

El golpe de Estado del presidente Bush

El presidente de Estados Unidos, George W. Bush, ha declarado el estado de excepción a escala internacional, con la autorización casi unánime del Congreso (único voto en contra de Barbara Lee, representante por Berkeley y Oakland). Su discurso del 20 de septiembre ante el Congreso y sus medidas y declaraciones sucesivas han roto la legalidad jurídica, militar, financiera e informativa entre las naciones.

El gobierno de Estados Unidos se atribuye explícitamente el derecho de utilizar cualquier arma de guerra (incluídas las proscritas por tratados internacionales: nucleares, bacteriológicas, químicas), de atacar a las naciones que crea conveniente, de intervenir en los sistemas financieros y en sus operaciones, de mentir o adulterar las informaciones, de realizar "operaciones encubiertas" (por ejemplo, asesinatos, sabotajes, desestabilizaciones económicas o políticas y otras medidas de guerra interna en donde sea) y de proscribir los regímenes o Estados que no se alinien con él: "cualquier nación, en donde sea, tiene ahora que tomar una decisión: o están con nosotros o están con el terrorismo", declaró el presidente Bush.

Esta declaración, apoyada en el arsenal más poderoso y sofisticado del mundo, es un golpe de Estado contra la legalidad internacional: quien tenga los medios y las armas, puede hacer lo que quiera. Este golpe dado por el Estado más poderoso, esta derogación declarada de las normas y los procedimientos legales entre las naciones es una especie de culminación perversa del proceso de desregulación económica y financiera mundial iniciado por Reagan y por Thatcher. Esa desregulación, advirtieron muchos, destruía derechos, engendraba miseria y preparaba violencia, ilegalidad y guerras. Aquí estamos.

Es difícil saber si aquel gobierno, en medio de su iracundia, alcanza a comprender que esta declaración de ilegalidad internacional, esta especie de "ley del Oeste" universal, es la mayor legitimación institucional que haya recibido el terrorismo, venga éste de donde viniere: si todo se vale para el gobierno de Estados Unidos, también para quien sea todo se vale. El discurso de Bush es casi la imagen especular de la fatwa pronunciada el 23 de febrero de 1998 por Osama Bin Laden y cuatro de sus jefes: "El mandato de matar a los americanos y sus aliados -civiles y militares- es un deber individual para cada musulmán que puede cumplirlo en cualquier país en donde sea posible hacerlo".

George W. Bush, en cumplimiento de su propia fatwa (que en un primer momento, con sublime ignorancia, llamó "cruzada", palabra maldita si las hay para el Islam), se dispone a atacar, con todos los medios militares que crea conveniente utilizar, experimentar o exhibir ante el mundo, a regiones, poblaciones y civiles inocentes para castigar a una organización terrorista secreta y aún no bien identificada. Esta guerra sin rostro, sin fronteras, sin límites y sin ley es una decisión jurídica y moralmente irresponsable, que no tiene en cuenta las consecuencias posibles para las poblaciones de Estados Unidos y de sus socios y aliados en esta aventura.

Me explico. En las guerras que conocimos en el siglo XX, la población de cada nación en conflicto era, en los hechos, el rehén virtual de su enemigo. Si la Unión Soviética utilizaba armas atómicas o químicas contra el territorio de Estados Unidos o de sus aliados, éstos hubieran podido hacer lo mismo contra el territorio soviético. Son estos equilibrios de hecho los que sustentaron la prohibición de derecho de las armas de destrucción en masa. Por eso Hiroshima y Nagasaki fueron posibles cuando sólo Estados Unidos disponía de la bomba atómica. Pero si ahora el gobierno de Bush dice que utilizará todas las armas que considere necesarias contra un enemigo sin rostro, las organizaciones terroristas, que no son gobierno ni se sienten responsables por ninguna población, aunque dispongan de bases territoriales dispersas, verán legitimado el uso de los mismos recursos contra las poblaciones estables y perfectamente identificadas, no sólo de Estados Unidos, sino también de los países cuyos gobiernos se sumen a su guerra.

Esta hipótesis, en principio imaginaria e improbable, podría hacerse tan real como los inimaginables atentados que acabamos de presenciar. Primera muestra: con perfecto cinismo de Estado, el gobierno de Putin da a entender que apoyará la guerra de Bush si éste legitima su propia guerra contra Chechenia. La destrucción de la legalidad internacional y la anulación de las Naciones Unidas, cuyas funciones han sido asumidas por el gobierno de Bush y sus aliados de la OTAN, provocan estos resultados.

Bush parece esperar un rápido desplome del régimen talibán, cuyas atrocidades le han ganado una fuerte y reprimida oposición interna. Puede ser. Pero al atacarlo, lo estará legitimando, del mismo modo como el propio Bush, bajo de cuota hasta el 10 de septiembre, fue legitimado por los ataques terroristas. Estará, por otra parte, desestabilizando a gobiernos de países musulmanes aliados de Estados Unidos, cuyas poblaciones reaccionan con ira contra la "cruzada" de Occidente.

Las demás naciones, a comenzar por las europeas, miran con pasmo esta declaración del estado de excepción y esta virtual asunción del poder universal por el gobierno de Estados Unidos. Quienes no están con nosotros están con el terrorismo: nunca en su vida, es seguro, habían oído de un jefe de Estado occidental una declaración parecida. En multitud, unos gobiernos tras otros se declaran solidarios con la guerra de Bush, incluidos Arabia Saudita, Libia, Pakistán y los Emiratos Arabes, no vaya a ser la de malas.

Pero salvo Gran Bretaña, el incondicional aliado anglosajón, es día con día más visible la reticencia de los grandes y pequeños países de Europa occidental, que sí saben lo que son las guerras y los bombardeos sobre sus territorios y que, teniendo ellos mismos ejércitos y jefes militares bien preparados y capaces, se resisten a ser declarados vasallos por Washington y el Pentágono. No se trata sólo de orgullo nacional, se trata también de intereses y de negocios muy sólidos de la Unión Europea, que no están dispuestos a ser desplazados por sus competidores estadunidenses favorecidos por el gobierno de Bush. Por ahora asienten y murmuran, pero sus opiniones públicas difieren fuertemente del delirio bélico a que ha sido arrastrada la gran mayoría de la población de Estados Unidos.

China, por su parte, guarda un silencio tan estruendoso como sus mil 300 millones de habitantes. Puede darse por seguro que, guerreros y estadistas experimentados, los gobernantes chinos han puesto en estado de alerta a sus propias fuerzas armadas frente al desorden mundial creado por las decisiones del gobierno de Washington. No demasiado diferentes deben ser las reacciones en potencias económicas y militares asiáticas como India o Japón, colocadas frente a este nuevo delirio de Occidente.

Un solo gobierno, a cuanto sabemos, después de deplorar los atentados terroristas y sus costos humanos, ha tomado una actitud pública independiente ante la disyuntiva en que Bush colocó al mundo: el gobierno de Cuba. Cualesquiera sean las diferencias que unos y otros puedan tener con ese gobierno, es preciso registrar y decir que es el único cuya voz se alzó para declarar: ni con la guerra, ni con el terrorismo; y para denunciar sin equívocos el golpe de Estado virtual del jueves 20 de septiembre en Washington. Declaró Fidel Castro el día 22:

"El jueves, ante el Congreso de Estados Unidos, se diseñó la idea de una dictadura militar mundial bajo la égida exclusiva de la fuerza, sin leyes ni instituciones internacionales de ninguna índole. La Organización de las Naciones Unidas, absolutamente desconocida en la actual crisis, no tendría autoridad ni prerrogativa alguna: habría un solo jefe, un solo juez, una sola ley. Todos hemos recibido la orden de aliarnos con el gobierno de Estados Unidos o con el terrorismo. Cuba [...] proclama que está contra el terrorismo y está contra la guerra. [...] Cuba no se declarará nunca enemiga del pueblo norteamericano, sometido hoy a una campaña sin precedentes para sembrar odio y espíritu de venganza. [...] Pase lo que pase, no se permitirá jamás que nuestro territorio sea utilizado para acciones terroristas contra el pueblo de Estados Unidos".

En el Congreso de Estados Unidos, el voto valeroso y solitario de Barbara Lee representó a un segmento de opinión minoritario hoy, pero significativo y activo. Mañana crecerá, como sucedió en la guerra de Vietnam, aunque tan diversos de aquellos sean estos tiempos. Al crecimiento de esa fuerza interna contra la guerra hay que apostar, pues en definitiva sólo desde adentro se podrá detener el desvarío ahora reinante en Washington y alrededores.

Voces minoritarias, pero no aisladas ni insignificantes, se alzan ya en Estados Unidos contra ese desvarío. Varias de ellas han aparecido en las páginas de La Jornada. En Estados Unidos, Alexander Cockburn y Jeffrey St.James, en su página web counterpunch.org las registran día con día. El historiador Arthur Schlesinger, en mesurado tono, llama a la serenidad al presidente:

"Bush estableció ciertas exigencias no negociables para su guerra que naciones amigas considerarán imprudentes y pronunciadas en un tono que podrían estimar arrogante. [...] ƑRealmente entiende el presidente en lo que nos está involucrando? [...] Un ataque aéreo indiscriminado sobre Afganistán, asesinando a un gran número de personas inocentes [...] tiene muy pocas probabilidades de eliminar a Bin Laden y a su gente, quienes han preparado ya sus escondites, y sólo demostraría, una vez más, la impotencia de la superpotencia. [...] Las tropas estadunidenses en Afganistán estarían más desconcertadas y acorraladas que lo que estuvieron hace un tercio de siglo en Vietnam".

El historiador cita la frase clave de Bush: "quien no está con nosotros, está con el terrorismo", y se pregunta: "ƑSignifica esto que después de Afganistán atacará a Irak, Irán, Siria, Libia? [...] Bin Laden ha puesto una trampa a Estados Unidos. Ojalá que no caigamos en ella. Es difícil pensar en llevar a cabo una acción drástica que no repercuta en nuestra contra".

Estas voces, más las cartas provenientes de Nueva York, de San Francisco, de Los Angeles, más las demostraciones y reuniones públicas contra la guerra, contra el terrorismo y por la paz en diversos puntos del territorio del país vecino, tal vez no pueden cambiar ahora la situación, pero nos dicen que el enemigo no es una nación que se llama Estados Unidos, y que sólo desde dentro de ella podrán venir mañana las fuerzas decisivas para detener la guerra insensata en que se está adentrando su gobierno.

México, vecino en territorio y cercano en destino a Estados Unidos, tiene en esta hora una responsabilidad particular para que su política internacional, su apego a la paz, su defensa de la ley internacional como escudo de los débiles y los amenazados, y su independencia de criterio frente a los estados poderosos, pese como un factor de serenidad, equilibrio y cautela en esta crisis. No tengo aquí palabras mejores que aquellas con las cuales el más grande presidente mexicano del siglo XX, el general Lázaro Cárdenas, definió en su testamento de 1970 la política internacional y la vocación de esta nación:

"Por sus antecedentes históricos y la proyección de sus ideales, México se debe a la civilización universal que se gesta en medio de grandes convulsiones, abriendo a la humanidad horizontes que se expresan en la fraterna decisión de los pueblos de detener las guerras de conquista y exterminio, de terminar con la angustia del hambre, la ignorancia y las enfermedades, de conjurar el uso deshumanizado de los logros científicos y tecnológicos y de cambiar la sociedad que ha legitimado la desigualdad y la injusticia".