Lunes en la Ciencia, 24 de septiembre del 2001
La fragilidad del mundo Jalil Saab El nuestro es un mundo mucho más vulnerable del que vivieron nuestros bisabuelos. Mientras más complejo o especializado sea un organismo vivo, una máquina o un sistema, mas frágil será; más probabilidades tiene de que alguna de sus partes deje de funcionar y colapse las actividades o ejecuciones del resto. La estabilidad de un átomo, salvo los altamente radioactivos o de vida media muy corta, es superior a la de una molécula. El reino mineral es, por mucho, más resistente a condiciones extremas que una bacteria. Esta, a su vez, demuestra una mayor capacidad de supervivencia y permanencia que una planta y, así mismo, ésta lo es más que un animal. Lo mismo podemos decir de las culturas y las civilizaciones. Desde un punto de vista biológico las especies más simples han demostrado su gran capacidad de preservación. Hace 500 millones de años se presentó la extinción masiva del Cámbrico, pero los procariotes de 3,5 eones de an-tigüedad sobrevivieron y prosperaron como también lo hicieron los eucariotes, mil 700 mi- llones de años más recientes. En el colapso del Pérmico (250 mi-llones de a-ños) 95 por ciento de las especies marinas desaparecieron, pero al-gas, gusanos y artrópodos continuaron existiendo. Otra de las seis grandes extinciones en masa sucedió en el Cretáceo (hace 65 millones de años), cuando eventos volcánicos y el impacto de un cuerpo celeste en Chicxulub, Yucatán, llevó a la desaparición a dinosaurios y amonites, a pesar de su amplia distribución en continentes y océanos. Invertebrados como el alacrán y los insectos siguieron evolucionando junto con unos cuantos pequeños mamíferos que encontraron un planeta a su disposición. Las especies se extinguen porque su hábitat se destruye o cuando su medio ambiente cambia en forma desfavorable a su capacidad de adaptación. Así sucede también con las culturas creadas por el hombre. Más que la pólvora o el acero, fueron las enfermedades infecciosas las que destruyeron las civilizaciones precolombinas. Mas daño causó a los "pieles rojas" de las praderas estadunidenses el exterminio calculado de las manadas de bisontes que el uso de los winchester. Sin duda, mayor fragilidad presentó Persépolis ante el ataque de Alejandro, que un marahá hindú ante la presencia británica: la primera desapareció para siempre, mientras que el segundo supo conservar una posición sumisamente privilegiada. En el siglo XIX, a pesar de que ya funcionaban ferrocarriles y telégrafos, una aldea o pequeña población tenía una vida bastante autónoma: producción alimentaria para autoconsumo, recursos hídricos y energéticos directamente accesibles, materiales y técnicas de construcción locales, telares familiares, sus propios molinos de grano y hornos, vías de comunicación rústicas pero normalmente confiables. Una crisis en la ciudad cercana alteraba la vida de la localidad pero difícilmente la desquiciaba. Su propia sencillez o primitivismo la preservaban. Los acontecimientos foráneos tardaban en llegar y su influencia era relativamente marginal. Con los avances científicos y la consecuente revolución tecnológica todo cambió en un tiempo demasiado breve para la capacidad de adaptación, tanto social como ideológica. Rápidamente aprendimos a disfrutar de las ventajas y comodidades que los nuevos inventos nos ofrecían, pero sufrimos de una dependencia que se está volviendo demasiado onerosa. Desde luego, esto no debe entenderse por ningún motivo como una satanización del conocimiento; la ciencia y la tecnología, junto con el arte, son las supremas realizaciones del ser humano. Las megaciudades modernas y sus interconexiones con los lugares más apartados se comportan como el sistema sanguíneo y nervioso del cuerpo humano. La analogía se nos antoja evidente. Las carreteras y acueductos funcionan como las arterias que nutren a células individuales transportando nutrientes y fluídos. Los cables conductores de electricidad y los oleoductos aportan los energéticos vitales. De manera bastante ineficiente las fuerzas de seguridad imitan al sistema inmunológico. Pero to-do, en última instancia, está re- gido por el cerebro, por el centro neurálgico que reacciona en for-ma automática instintiva o en forma analítica racional en la toma de decisiones. Los adelantos técnicos del siglo pasado y su consecuencia lógica, la globalización, han hecho de nuestro mundo un ente de masividad e inmediatez. Un virus de gripe que debió haber quedado restringido en una región específica puede viajar a otros continentes teniendo como portador un pasajero de avión, y contagiar a millones. En contraposición con la soberbia y autocomplacencia de nuestra civilización tecnológica, somos testigos de cómo un acto terrorista puntual y localizado es capaz de cimbrar y desestabilizar aspectos fundamentales de nuestro sistema político, social y económico. Las finanzas enloquecen, el comercio se desajusta, los servicios aeronáuticos se paralizan, el turismo se colapsa, hasta el negocio del entretenimiento se suspende. La humanidad entera entra en una espiral de angustia, miedo y desazón. Sólo el internet ha demostrado su fortaleza pero, aun éste, se encuentra inerme ante los ataques de hackers o terroristas cibernéticos.
No hay duda, en todos sentidos, el nuestro, es un mundo muy frágil y muy vulnerable.
El autor es jefe de la Unidad de Docencia del Instituto de Biotecnología de la UNAM
|