LUNES Ť 24 Ť SEPTIEMBRE Ť 2001

Hermann Bellinghausen

Un bazar terrenal

El bazar de Karani estaba abierto siempre, pero la campanilla sonaba al entrar alguien, sin necesidad de que la puerta oscilara, ni de que el visitante tocara el badajo del arpa tubular china, que era capaz de reaccionar al simple paso de una sombra. Tilín y ahí tienes: un visitante. No fallaba.

Esa tarde Karani había salido a recoger una arenisca del Golfo, llegada a la aduana la tarde anterior. En el taller estaban cortos de ella, y cuando la mezcla no lleva suficiente arenisca, las piezas salen quebradizas, no pasan de nuevas. Karani, dado el prestigio del taller, no podía permitir que sus piezas salieran desechables, intrascendentes, trebejos en el corto plazo. Si lo suyo era el arte, debía sostenerse, Ƒme explico?

La arenisca era tan importante que él mismo supervisaba las remesas. En esos casos, me dejaba a cargo del bazar. Justo esa tarde, como si me lo mereciera, un hombre entró violentamente. La campanilla tubular no fallaba en sus señales. Me puse en guardia. El tipo era tipo gordo, alto y rojo de la cara, no blanco, aunque a esos aquí los llamamos blancos. Levantó como cuchillo un libro que resultó ser la Biblia y dijo:

-Arrodíllate infiel y rinde cuentas. El Señor sabrá perdonar tus faltas.

-No empiece -le dije.

-He venido a este pueblo a traer la salvación. Es por el bien de todos. Traigo en mi poder la palabra verdadera.

"Me lleva", mascullé contrariado. Conocía yo de esos. En la gran ciudad, al haber ido de jovencito. Son peligrosísimos, como todos los que blanden libros cargados de "verdad", incluso otros peor escritos. Pero los que cargan Biblia son peligrosos no por otra cosa sino porque sus armas (sí, portan armas, siempre) suelen tener mejor fierro. Eso los hace superiores, no su libro, creo.

No soy artista, no tengo buena mano. Mi talento, si alguno, es el comercio, y gracias a eso sé lidiar incluso con seres fieros como el tipo de la Biblia. Mis sentidos apuntan al intercambio, soporto a los insoportables, si vislumbro oportunidad de endilgarles mercancía.

-Tómese algo primero -le dije, viéndole lo acalorado del rostro, y le serví vino verde, que es el menos espeso que tenemos.

Entró solo, pero a través de la mirilla vi que lo esperaba una escolta armada al pie de la acera. La gente empezó a darse cuenta que algo ocurría, pero disimulaba.

El clima aquí les hace daño a los misioneros. Si uno no los calma con algo fresco, se ponen mal, y les da por vomitar profecías y amenazas. Y si traen, como este del cuento, escolta y fierros, tengan ustedes por seguro que provocan lío. Como regla de elemental cortesía, dije, le suplico bajar su libro. Ya lo había abierto. Con peores libros me han apuntado, así que le solté un "beba y basta".

Qué bueno que Karani no estaba. Es muy sensible a los problemas. El misionero, típicamente bárbaro, le hubiera descompuesto la tarde.

-Mire, caballero -le dije-, este es un pueblo de gente sencilla, pero educada. Nuestro almacén sirve a ultramar y no le rezamos a uno menos que a otro de los dioses. El bazar es terrenal, libre de credo, que para algo pagamos impuestos. Ahora que está tranquilito, permítame un consejo: llévese su escolta por donde llegó, y vaya a derramar sus óleos en otro ungüento.

El vino verde le había refrescado el afiebrado seso, lo suficiente para que accediera a cerrar su Epístola a los Efesios sin agregar saliva. Se dirigió a la salida, dócil como perro. Viéndolo ablandado, aproveché para venderle un dije de coral y resguardo, de los que Karani fabrica por decenas para el mercado menudo; le aseguré que era pieza única y se la dejaba a buen precio.

En la naturaleza de estos tipos ignorantes y dizque severos está el ser crédulos. De la Biblia (de dónde si no) sacó un billete, y lo hice pagar cinco veces el verdadero precio. Envolví el dije en papel cualquiera. Salió. Su escolta se alejó a una señal que les hizo. Lo rodearon como si alguien aquí fuera a molestarlo.

Abrí las ventanas de inmediato, puse el ventilador made in Malasia y encendí varas de incienso para borrar el olor del gordo.

Cuando Karani regresó, le ayudé a descargar la arenisca sin mencionar ni media palabra del tipo. No me gusta distraerle la inspiración. Digo, para qué afligirlo.