DOMINGO Ť 23 Ť SEPTIEMBRE Ť 2001

MAR DE HISTORIAS

Una vida para Jaime

CRISTINA PACHECO

Al abrir la puerta de su casa Esmeralda ensaya una sonrisa. A pesar de las noticias que estuvo oyendo toda el día, sigue decidida a mostrarse optimista y serena ante su madre. "De ahora en adelante a lo mejor vas a ser su único apoyo", le han dicho sus vecinos sin percatarse de que la agobian y la condenan a enfrentar en silencio una enorme responsabilidad.

Esmeralda atraviesa el patio encharcado. Un derrumbe de huacales y cubetas la hace volverse al rincón del lavadero. Antes de que pueda preguntar "Ƒquién anda allí?" ve huir a Bolita, el cerdo que Jaime se sacó en una rifa semanas antes de irse a Estados Unidos. Jaime lo interpretó como principio de una buena racha. Su credulidad lo llevó inclusive a diseñar la fiesta con que deseaba que lo recibieran cuando regresara triunfal a Chetla. "ƑY eso cuándo será?" Jaime siguió fanfarroneando ante su madre: "Para las fiestas patrias."

El recuerdo de su hermano, la incertidumbre de cuál habrá sido su destino y la obligación de seguir mostrándose tranquila ante su madre duplican el cansancio de Esmeralda. En la terminal de autobuses tuvo más trabajo que de costumbre y escuchó infinidad de noticias terribles en boca de los recién llegados de Chicago y Los Angeles. En medio del trajín no faltaron los conocidos que acudieron a pedirle noticias de Jaime. Ella guardó silencio.

Para reponerse de la fatiga Esmeralda se sienta en una de las sillas metálicas colocadas en derredor del patio. Están allí desde hace varios días. Su madre se opone a que las devuelvan a la agencia donde las alquilaron porque tiene la corazonada de que Jaime llegará en cualquier momento.

La disposición de los muebles le recuerda a Esmeralda el velorio de su padre. Aquel domingo alquilaron el mismo equipo en la agencia adonde ella y su madre volvieron este 10 de septiembre para solicitar el servicio: "Jaime viene a visitarnos el 15. Queremos hacerle su fiesta", explicó doña Etelvina.

 

II

 

Jaime debió haber llegado a Chetla el 11 de septiembre por la noche, doce horas después de que su familia, como todo el mundo, se había enterado de la tragedia en las Torres Gemelas y de la suspensión total de vuelos. Muy pocos de los parientes citados a la fiesta acudieron a la casa de doña Etelvina. Su presencia fue un acto de solidaridad y en el fondo también de duelo.

Doña Etelvina se mostró muy abatida por tantas víctimas, entre las que no contaba a su hijo: la infalible voz de su corazón le decía que Jaime había logrado salvarse de la catástrofe, aun cuando trabajara como auxiliar de cocina en un restaurante de la torre norte.

En la primera carta enviada desde Nueva York Jaime le había descrito sus dificultades para cortar la fruta en trozos regulares y mantenerse alerta con hornos y estufas. Los sufrimientos de su hijo abatieron a doña Etelvina, redoblaron su fervor religioso y le inspiraron una respuesta que le dictó a Esmeralda:

Hijo de mi vida: no sabes cuánto me alegró tener noticias tuyas. Ya estaba desesperándome de que no me escribieras. Lo bueno es que mi corazón siempre me decía que no me apurara porque estás bien. Lo que me dolió mucho fue saber cuánto batallas con las rebanadoras y la lumbre. De eso tengo la culpa por haberte consentido tanto. Ni siquiera te enseñé a calentarte una tortilla. Y es que de chiquito una vez te quemaste tu mano por meterla al comal caliente. Lloraste mucho. A veces en mis sueños vuelvo a oírte llorar.

En la misma carta le dio una serie de remedios a base de sávila, toronjil, cáscara de aguacate, yerbasanta y mastuerzo contra quemaduras y cortadas. Esmeralda le hizo ver a su madre que quizá en Nueva York no hubiera esas plantas. Doña Etelvina aprovechó para recriminarle a Jaime su partida:

Si te hubieras quedado aquí yo podría curarte, pero tan lejos, Ƒcómo? Cuando te fuiste no se me ocurrió ponerte mis remedios en la maleta, pero cuando vengas te voy a preparar una bolsa con los mejores. Ojalá nunca los necesites. Recibe mi bendición y acuérdate de que sólo vivo con la esperanza de volver a verte.

Por si los latidos regulares y vigorosos de su corazón no fueran suficiente motivo de tranquilidad, doña Etelvina aludió al comportamiento normal de Bolita. Para ella eso sigue siendo otra prueba de que Jaime logró salvarse del desastre. De lo contrario, el animal -que desde un principio ha mostrado una fidelidad canina hacia su dueño- se habría puesto tan decaído como la mañana en que Jaime emprendió el viaje.

 

III

 

En cambio, Esmeralda, desde que escuchó las primeras noticias ha tenido el presentimiento de que Jaime murió, pero lo calla porque sabe lo que decírselo significaría para su madre. A solas, temerosa y horrorizada, ve una y otra vez los periódicos donde aparecen las siluetas de los que se arrojaron al vacío y de las manos que salen de las ventanas más altas pidiendo auxilio mientras el fuego y el humo los persiguen. Ese horror aparece también en sus sueños oscuros, densos, como la gigantesca nube de polvo en que se convirtieron las torres.

Asfixiada entre los presentimientos y los sueños, Esmeralda sigue esforzándose por alimentar las esperanza de su madre. Conforme pasa el tiempo, la tarea le resulta más difícil. Los primeros días justificó la ausencia de su hermano por la suspensión de vuelos y líneas telefónicas: ahora, cuando todo ha empezado a normalizarse y algunos de los emigrantes han vuelto a Chetla, no sabe qué decir. Quizá la solución sea la que pensó en algún momento: inventarle a Jaime una vida.

Esmeralda ha rechazado ese plan porque sabe que al hacerlo destruirá la imagen que doña Etelvina tiene de su hijo y quizá el efecto sea tan terrible como enterarla de su muerte. Sin embargo, hoy decide correr el riesgo. Empezará diciendo que Jaime al fin llamó, después inventará que conoció a una mujer. "Primero lo seduce y poco a poco lo alejará de Chetla para siempre." Entonces esa desconocida, ese fantasma, cargará con el resentimiento de su madre, que tal vez muera esperando en secreto la noticia de que ya tiene un nieto.

Esmeralda celebra que en el municipio haya sólo una línea telefónica. Está en la tlapalería, frente a la terminal. Cada vez que encuentre decaída a su madre le dirá: "Me habló Jaime. No se atreve a pedirme que lo comunique con usted porque no sabe cómo decirle que se casó sin su consentimiento." Dejará en suspenso la historia hasta que doña Etelvina recaiga en el abatimiento: "Le tengo una noticia: Jaime se va a vivir a Canadá, porque de allá es su mujer." Cuando Esmeralda vea que su madre pierde el interés por vivir le diría: "Mi hermano me llamó para decir que tuvo un hijo. Vendrá muy pronto para que usted lo conozca y lo bautice."

Es el primer momento desde el 11 de septiembre en que Esmeralda se siente optimista. La alegra imaginar que al fin doña Etelvina la esperará a su regreso del trabajo, la escuchará con interés -aunque sólo sea para oír las noticias de Jaime- y quizá llegue a decirle que ella también es otro buen motivo para mantenerse viva.

Una inesperada ráfaga de lluvia la obliga a correr rumbo a la casa. Entra de prisa en el cuarto mal iluminado. Doña Etelvina descansa en su silla, orientada hacia la ventana. Mejor, piensa Esmeralda, así ella podrá comenzar su historia sin enfrentarse a la mirada inquisitiva de su madre: "Mámá: Ƒqué le cuento? Hace un ratito habló Jaime. ƑNo le da gusto?"

Esmeralda se acerca. Una mirada le basta para darse cuenta de que su madre no la escuchó ni le contestará jamás. Cae de rodillas ante el cadáver y le cuenta: "Jaime dijo que se encuentra bien y que, a pesar de tanta tristeza como hay allá, está contento porque conoció a una muchacha. Lo oí entusiasmado. Para mí que esa mujer no dejará que él regrese a Chetla. Pero usted no se preocupe: siempre me tendrá a mí."