domingo Ť 23 Ť septiembre Ť 2001
Rolando Cordera Campos
Los primeros días
A la altura del 20 de septiembre, el mundo se mueve como sonámbulo en torno a la incertidumbre sobre la violencia que vendrá. Ante el terrorismo no sirve declaración de guerra alguna. Tampoco nos lleva lejos la bravata nacionalista o la pretensión absurda de que lo ocurrido y lo que ocurrirá es asunto de los primos. En esto está ya, sin escape, involucrado el mundo entero y sólo pueden aspirar a pasar el río aquellos que se atrevan a nadar en aguas turbulentas. Para los demás sólo quedará el mareo de aceptar la deriva como destino.
En esas estamos nosotros, a la espera de las primeras movidas de los hombres duros, los "tough guys", que se harán cargo con entusiasmo patriótico de la seguridad nacional continental. Esto no es un desatino ni un oximoron, es la perspectiva que ha abierto el terror para poder darle al horror, en esa combinación nefasta refundada el martes negro, un curso que no sea el de la autodestrucción de la especie. Esta última, por cierto, no es ya la tierra del nunca jamás. Es horizonte creíble y proyectable, precisamente a partir de la capacidad destructiva puesta al descubierto ese día tremendo. De un lado y del otro.
Es lamentable que la deliberación en México se mueva entre los extremos de la resignación derrotista y el machismo disfrazado de lucha de clases contra el imperio. Pero ese es el terreno que parece habernos dejado una transición sin adjetivos ni sustancia, demolido ya el mito de la revolución y dejada la patria en harapos por un revisionismo ramplón que gusta de imaginarse como héroe agazapado por tanto años de explotación nacionalista.
Quizás valió la pena dejar atrás la cortina del nopal y alejarse sin volver atrás de kafkahuamilpa, como solía llamarla nuestro gran escritor Carlos Fuentes. Lo que no nos merecíamos, ni merecemos, es tanto cosmopolitismo light traído de los viajes, casi siempre turísticos más que de estudio serio y razonado, a que se dieron los herederos de los que hicieron y usufructuaron hasta agotarla la leyenda de la revolución permanente, aunque no eterna, como lo hemos podido constatar en estos años finales del siglo y el ciclo.
Para adelante, al país sólo le queda aprender de nuevo a caminar sin prisa pero sin pausa al filo de la sierra. Al borde del abismo, donde anidan los espectros de las imaginaciones fratricidas, la ilusión autocomplaciente en episodios salvadores que provendrán de no sabe uno qué colapso del poder mundial que hoy aparece cercado por los vengadores desconocidos. Entre esas fantasías terribles habrá que moverse para no perder el equilibrio siempre precario, y para poder plantearse la sobrevivencia de la nación a la vuelta de la segunda mitad del siglo. Antes, todo tendrá que ser, de nuevo, sacrificio y austeridad, idos como son los días del entusiasmo un tanto infantil en una globalización que sólo traería, a los ojos de sus exégetas, bienes y maravillas. Esa globalización ilusoria, del libre y único mercado mundial, sin fronteras ni desniveles vernáculos, quedó sepultada también en el World Trade Center de Manhattan y es difícil que pueda reaparecer como tal en breve tiempo.
No es alternativa el encierro, mucho menos para nosotros que fuimos ya muy lejos en la apertura al mundo y la liberación y el abandono de capacidad doméstica para controlar flujos y veleidades del comercio y las finanzas. Pero entre esta no alternativa y la tontería de seguir a la espera de lo que se decida y pase fuera de las fronteras y más específicamente en el Capitolio y la Casa Blanca, hay un mar de iniciativas y empeños que el país debería plantearse ya, hoy, en vez de seguir en esta triste posposición sin fecha a que nos ha reducido la (mala) fe en el mercado y la empresa que presume de ser maximizadora.
Las primeras señales son, sin embargo, ominosas. En vez de proponerse defender la planta productiva y su componente precioso que es el empleo de la gente, se nos anuncia reducción de plazas y más y no menos austeridad discriminatoria, como es la que se ha aplicado por décadas de un cambio estructural que achicó al Estado sin ampliar en serio las capacidades de las personas y sus agrupaciones. Es por esto que hoy lo que se nos impone es la sensación de una derrota sin haber siquiera empezado a cruzar el desierto. Simulacros de adolescencia frente a la dureza que vendrá sin remedio.
No sobra insistir. Más que grandes especulaciones tremendistas, por encima de los himnos de guerra que algunos han empezado a desempolvar de su desmemoria, lo que urge es definir los términos precisos de un régimen basado en los derechos civiles y la búsqueda sensata pero sin concesiones de la equidad. Sólo así podremos en verdad atrevernos a pasar lista de presente en la construcción de un orden mundial, cuyos perfiles iniciales, bosquejados por el crimen anónimo y su secuela, no ofrecen nada bueno y sí mucha rigidez e intolerancia, disfrazadas de combate al caos y el desorden privante. Esta es la mirada que tenemos que echar a la tierra baldía que nos dejan estos primeros diez días de la nueva y horrible era del nuevo mundo. Ya no la era de los extremos, como llamó a la pasada Eric Hobsbawn, sino la de la estrechez y el angostamiento inmisericorde de posibilidades y ambiciones. No hay, pues, nada que pueda darle al terror otra cara que la que mostró el martes: abuso y desprecio por los demás, por el prójimo que supuestamente se quiere redimir y vengar. Ojalá y pudiéramos decir, y a otra cosa. Ť