SABADO Ť 22 Ť SEPTIEMBRE Ť 2001

Juan Arturo Brennan

Visiones de Macbeth

Salvador Dalí lo llamaba persistencia del recuerdo; se le puede llamar también, quizá, necedad de la memoria u obstinación del cerebro. Sea como fuere, el caso es que gracias a un invencible mecanismo de asociación iconográfica, cada vez que pienso en Macbeth, cada vez que oigo mencionar el muy escocés nombre del valeroso thane de Glamis y Cawdor, no puedo evitar recordar la que probablemente haya sido la única escena más o menos rescatable de la sacarina película Sociedad de los poetas muertos (Peter Weir, 1989), una escena en la que Robin Williams intenta inculcar un poco de sentido dramático a sus solemnes alumnos recitando la famosa frase: ''ƑEs acaso una daga lo que veo frente a mí?", en una sensacional imitación del arquetípico cowboy John Wayne.

Como era de esperarse, esta fijación neuronal revivió en días recientes con la realización de la ópera Macbeth de Verdi a cargo del binomio escénico-musical formado por Sergio Vela y José Areán. Una vez abstraída (con no poco esfuerzo) la imagen del shakespeariano vaquero, fue posible apreciar algunas cosas interesantes en esta nueva producción verdiana.

De entrada, destaca el hecho de que las componentes visuales y espaciales del trabajo operístico de Vela forman ya lo que pudiera llamarse un estilo inconfundible y esto se nota no sólo en los grandes gestos y elementos, sino también en los detalles. Por ejemplo, si el cajón escénico que envuelve a estos escoceses italianizados (ƑMacbetto? ƑDuncano?) recuerda con claridad el espacio destinado a recibir a Los visitantes, de Carlos Chávez, las estilizadas lanzas guerreras del Macbeth de Vela apuntan quizá a la parafernalia que acompañó al estilizado Kurwenal en su lejano pero memorable Tristán e Isolda.

Más allá de coincidencias meramente físicas, es evidente que al paso del tiempo Vela ha integrado un inventario de preocupaciones escénicas y narrativas que, si en ocasiones no parecen aludir al drama que se desarrolla en escena, siempre se refieren a sus propias necesidades de expresión. En particular, es posible mencionar en este Macbeth algunos aciertos teatrales notables, entre los que destaca la hábil (y visualmente atractiva) solución de mantener a las tres brujas, literalmente, en un plano superior al de los mortales comunes, sin permitirles jamás tocar el suelo.

En este orden de ideas, es interesante también el hecho de que Vela haya dado dirección específica a la otrora vaga acotación de que el niño Fleance se salva mientras los sicarios matan a Banquo, su padre. Que Fleance sea salvado por una de las brujas le da al asunto una interesante dimensión a un breve hecho escénico que siempre había sido soslayado. Ahora bien, la puesta en escena de este Macbeth de Vela y Areán me convocó, a manera de preámbulo, a la revisión de otros Macbeths diversos, de los cuales rescaté fascinantes visiones del trágico antihéroe escocés.

En el estupendo Macbeth (1971) fílmico de Roman Polanski, por ejemplo, está ese inesperado final en el que Donalbain, el pusilánime hijo segundón del asesinado rey Duncan, se acerca a la cueva de las brujas para recibir quién sabe qué portentosos oráculos que, sin duda, darían origen a insospechadas complicaciones de la trama original. Ahí mismo, como complemento al hiperrealista tratamiento de la violencia medieval, está el gran duelo final entre Macduff y Macbeth, en el que Polanski se aleja de cualquier estilización elegante y nos ofrece una salvaje golpiza entre dos primitivos cubiertos de hoja de lata.

No menos impactante es el ominoso y opresivo blanco y negro de alto contraste que ofrece Orson Welles en su Macbeth (1948) cinematográfico, cimentado en su propia, neurótica participación protagónica. Otro posible punto lejano de contacto: si el atuendo de Macbeth en su reciente paso por Bellas Artes tenía algún asomo de armadura samurai, se hace imposible olvidar que quizá la más notable versión de esta tragedia es la que filmó el maestro Akira Kurosawa en 1957 bajo el título de Kumonosu-jo (Trono de sangre). Entre otros muchos aciertos visuales y narrativos, la escena de la muerte del Macbeth-Shogun en calidad de alfiletero es realmente memorable.

El caso es que la revisión reciente de estos y otros Macbeths, a la luz de la puesta en escena en Bellas Artes, permite confirmar que al margen de cierto ingenio en el uso del leitmotiv a la italiana y de un par de arias bien logradas, la música de Verdi no había madurado lo suficiente en 1847 como para hacerle real justicia al soberbio texto shakespeariano. Y si la falta de espacio no me lo impidiera, les contaría la espeluznante historia de Lady Macbeth de Mtsensk, de Shostakovich.