JUEVES Ť 20 Ť SEPTIEMBRE Ť 2001

Edward W. Said

Pasión colectiva

El horror espectacular que golpeó a Nueva York (y en menor medida a Washington) nos ha traído un nuevo mundo de atacantes invisibles y desconocidos, misiones de terror sin mensaje político, destrucción sin sentido. Para los residentes de esta ciudad herida, la consternación, el miedo y el sentimiento sostenido de rabia y sorpresa continuarán, seguramente, por mucho tiempo, lo mismo que el dolor y la aflicción que provoca el que esa carnicería fue cruelmente impuesta sobre tantas personas.

Los neoyorquinos son afortunados de que el alcalde Rudy Giuliani, quien normalmente es repelente y desagradable en su combatividad; una figura retrógrada, conocida por sus posiciones virulentamente sionistas, haya obtenido rápidamente una dimensión churchillesca. Sereno y sin sentimentalismos, con extraordinaria compasión, ha dirigido a la heroica policía de la ciudad, así como los servicios de bomberos y de emergencia, logrando un efecto admirable, aunque, šay!, con gran pérdida de vidas.

Giuliani fue el primero en apelar a la prudencia ante el pánico y los ataques patrioteros contra las amplias comunidades árabe y musulmana de la ciudad, y el primero también en expresar sentido común desde la angustia; el primero que pidió a todos continuar con sus vidas después de los golpes devastadores. Ojalá así hubieran sido todos.

Los reportes de la televisión nacional, por supuesto, llevaron constante, insistentemente, y no siempre de manera edificante, el horror de esos espantosos gigantes alados a cada uno de los hogares.

La mayoría de los comentarios de opinión ha subrayado, y de hecho engrandecido, lo que obviamente siente la mayoría de los estadunidenses: un terrible sentimiento de pérdida, enojo, rabia, sensación de vulnerabilidad violada, deseo de venganza y de retribución irreductible. attacks_trade_center_fd4No ha habido nada de qué hablar en los principales canales de televisión, salvó repetidos recordatorios de lo que ocurrió, la pregunta de quiénes fueron los terroristas (y pese a que aún nada se ha probado, esto no ha impedido que se reiteren acusaciones hora tras hora) y el hecho de que Estados Unidos fue atacado, y así constantemente.

Más allá de formuladas expresiones de dolor y patriotismo, cada político, observador acreditado o experto han repetido aplicadamente que no podemos ser derrotados ni disuadidos, ni se nos detendrá hasta que el terrorismo quede exterminado. Esto es una guerra contra el terrorismo, coinciden todos, Ƒpero dónde, en qué frentes, hacia qué fines concretos? Nadie ha dado esas respuestas y sólo ofrecen vagas sugerencias de que Medio Oriente y el Islam son aquello a lo que "nos" enfrentamos, y que el terrorismo debe ser destruido.

Lo más deprimente, sin embargo, es el poco tiempo que se emplea en tratar de explicar el papel de Estados Unidos en el mundo y su involucramiento directo en la compleja realidad, que va más allá de las dos costas, y que por tanto tiempo ha mantenido al resto del mundo distante en extremo y prácticamente fuera de la mente del estadunidense promedio. Uno pensaría que Estados Unidos, más que una superpotencia, ha sido un gigante dormido en casi permanente estado en guerra, o en algún tipo de conflicto en cualquier lugar donde el Islam sea dominante.

El nombre y el rostro de Osama Bin Laden se han vuelto familiares para los estadunidenses, al grado de la insensibilidad, hasta llegar a un punto en que se oscurece cualquier historia que él o sus misteriosos seguidores puedan tener (por ejemplo, como útiles conscriptos en la guerra santa creada hace 20 años por Estados Unidos contra la Unión Soviética en Afganistán), antes de convertirse en símbolos de machote de todo lo que es odioso y despreciable en la imaginación colectiva. Entonces, inevitablemente, las pasiones colectivas están siendo atizadas en un impulso hacia la guerra, muy semejante a la persecución del capitán Ahab en Moby Dick; en lugar de parecerse a lo que de hecho ocurre: un poder imperial, que es herido en casa por primera vez, y que continúa sistemáticamente viendo por sus intereses reconfigurando la geografía para este conflicto, sin fronteras claras o actores visibles. Símbolos maniqueos y escenarios apocalípticos son transmitidos junto con sus consecuencias, y cualquier mesura retórica es arrojada a los vientos.

El entendimiento racional de la situación es lo que se necesita ahora, no más golpeteos de tambor. George Bush y su equipo claramente quieren esto último. Sin embargo, para la mayoría de la gente en el mundo islámico y árabe, el Estados Unidos oficial es sinónimo de un poder arrogante, conocido principalmente por su santurrón y generoso apoyo no sólo a Israel, sino también a numerosos regímenes árabes represivos, y por su falta de consideración respecto a la sola posibilidad de diálogo con movimientos seculares y sus pueblos, que son legítimas víctimas de injusticias.

En este contexto, el sentimiento antiestadunidense no está basado en el odio hacia la modernidad ni envidia la tecnología, según repiten constantemente conocedores acreditados como Thomas Friedman: se basa en una narrativa de intervenciones concretas, de depredaciones específicas, y en casos como el del pueblo iraquí, en su sufrimiento bajo sanciones impuestas por Estados Unidos, así como en el apoyo que ha dado Estados Unidos durante 34 años a la ocupación israelí en los territorios palestinos; políticas crueles e inhumanas administradas con frialdad de piedra.

Israel, ahora, está explotando cínicamente la catástrofe estadunidense intensificando su ocupación militar y opresión sobre los palestinos. Desde el 11 de septiembre, las fuerzas militares israelíes han invadido Jenin y Jericó, y bombardeado repetidamente Gaza, Ramallah, Beit Sahour y Beit Jala, causando enormes daños materiales y muertes de civiles. Todo esto, por supuesto, se hace descaradamente con armamento estadunidense y con la usual cantaleta mentirosa del combate al terrorismo. Los simpatizantes de Israel en Estados Unidos han recurrido a chillidos histéricos como "šahora todos somos israelíes!", relacionando así los ataques contra el World Trade Center y el Pentágono con los ataques palestinos contra Israel, conjuntando todo dentro del "terrorismo mundial", en el que Bin Laden y Arafat son entidades intercambiables.

Lo que pudo haber sido ocasión para que los estadunidenses reflexionaran sobre las causas probables de lo ocurrido, lo que muchos palestinos, musulmanes y árabes han condenado, se ha convertido en una inmensa propaganda de triunfo para Ariel Sharon. Los palestinos simplemente no están equipados para defenderse de la ocupación israelí, en sus más horribles y violentas manifestaciones, y de la virulenta difamación de su lucha nacional por la liberación.

La retórica política en Estados Unidos ha pasado por encima de estas cosas al escupir palabras como "terrorismo" y "libertad", a pesar de que, por supuesto, tan grandes abstracciones han ocultado, la mayor parte del tiempo, sórdidos intereses materiales, la eficacia en la obtención de petróleo, la defensa de lobbies sionistas que ahora han consolidado su poder, sobre todo Medio Oriente, y una decimonónica hostilidad (e ignorancia) hacia el Islam, que a diario adopta formas diferentes.

Es de lo más común hacer comentarios televisivos, elaborar reportajes, auspiciar foros o anunciar estudios sobre el Islam y la violencia, o bien en torno al terrorismo árabe o cualquier cosa por el estilo, utilizando a expertos predecibles (como Judith Miller, Fouad Ajami y Steven Emerson) para pontificar y arrojar generalidades fuera de contexto o de la historia real. El por qué a nadie se le ocurre realizar seminarios sobre el cristianismo (o el judaísmo, para el caso) y la violencia es, probablemente, una pregunta demasiado obvia.

Es importante recordar, aunque esto no se menciona para nada, que China muy pronto alcanzará a Estados Unidos en cuanto a su consumo de petróleo, y que se ha vuelto aún más urgente para Estados Unidos controlar el petróleo del Golfo Pérsico y del Mar Caspio: un ataque contra Afganistán, que incluya a las ex repúblicas soviéticas centrales como campos de batalla, consolidaría el arco estratégico de Estados Unidos en el golfo hacia los yacimientos del norte, en momentos en que es muy difícil que alguien los suelte. Al tiempo que la presión sobre Pakistán aumenta día con día, podemos estar seguros de que una inmensa dosis de inestabilidad e intranquilidad locales seguirá a los hechos del 11 de septiembre.

La responsabilidad intelectual, sin embargo, requiere de un sentido mucho más crítico de la realidad. Por supuesto, ha habido terror, y casi todos los movimientos de lucha modernos, en algún momento han empleado el terror. Esto es cierto en el caso del Congreso Nacional Africano de Mandela, y en todos los demás, incluido el sionismo. Aun así, el bombardeo contra civiles indefensos con F-16 y helicópteros artillados tiene la misma estructura y efecto que el más convencional terror nacionalista. Lo que es especialmente negativo en toda forma de terror es cuando éste va unido a abstracciones religiosas y políticas, e insiste en reducirse a mitos que se alejan totalmente de la historia y su sentido.

Es aquí cuando la conciencia secular debe dar un paso adelante y dejarse sentir, ya sea en Estados Unidos o Medio Oriente. Ninguna causa, ningún dios ni ninguna idea abstracta pueden justificar el asesinato masivo de inocentes, particularmente cuando sólo un pequeño grupo está a cargo de dichas acciones y sus miembros sienten que son ellos quienes representan la causa, sin que se les haya elegido o tengan un legítimo mandato para hacerlo.

Además, e independientemente de todo el jaloneo en torno a los musulmanes, no existe un Islam: hay Islams, de la misma forma en que hay más de un Estados Unidos. Esta diversidad es cierta en todas las tradiciones, religiones, naciones, pese a que muchos de sus miembros han intentado crear, inútilmente, fronteras a suattacks_trade_center_kuwattack_funeral_c1yalrededor y definir con claridad sus credos. Pero la historia es demasiado compleja y contradictoria como para ser representada por demagogos, quienes son mucho menos representativos de lo que creen tanto sus seguidores como sus detractores.

El problema con los fundamentalistas religiosos y morales es que hoy en día sus primitivas ideas de revolución y resistencia, incluida su disposición a matar y ser muertos, parecen relacionarse fácilmente con la sofisticación tecnológica y con lo que aparece como gratificantes actos de salvajismo simbólico y horripilante.

(Con sorprendente sentido profético, en 1907, Joseph Conrad hizo un retrato arquetípico del terrorista, a quien lacónicamente llama "El profesor" en su novela El agente secreto. Se trata de un hombre cuyo único móvil en la vida es perfeccionar un detonador que funcione bajo cualquier circunstancia, y cuya manufactura resulta en la explosión de una bomba hecha estallar por un pobre niño que fue enviado, sin saber, a destruir el observatorio de Greenwich, en un atentado contra la "ciencia pura".)

Los atacantes suicidas de Nueva York y Washington parecen haber sido hombres educados de clase media y no refugiados pobres. En lugar de un liderazgo sabio que dé importancia a la educación, a la movilización masiva y a la organización paciente del servicio a una causa, los pobres y desesperados a menudo son engañados hacia el pensamiento mágico, así como a las soluciones rápidas y sangrientas que estos atroces modelos les ofrecen, envueltos en una trampa verbal mentirosa, basada en la religión. Esto sigue cumpliéndose en Medio Oriente en general, particularmente en el caso palestino, pero también en Estados Unidos, que con seguridad es el más religioso de todos los países. También es gran fracaso de la clase intelectual secular no haber redoblado sus esfuerzos para proveer de análisis y modelos que pudieran combatir los indudables sufrimientos de la gran mayoría de los miembros de su pueblo, vuelto miserable y empobrecido por la globalización y el militarismo implacabables, sin ninguna esperanza, salvo la de recurrir a la violencia ciega y a las vagas promesas de salvación a futuro.

Por otro lado, un inmenso poder militar y económico como el que posee Estados Unidos no es garantía de sabiduría o visión moral, especialmente cuando el empecinamiento es visto como virtud y cree que ser excepcional es el destino de la nación. Las voces más escépticas y humanas han pasado muy desapercibidas en la presente crisis; mientras, Estados Unidos se prepara para una larga guerra que ha de ser peleada en algún lugar, allá afuera, al lado de aliados que han sido presionados para servir en términos muy inciertos y hacia objetivos muy imprecisos.

Islam y Occidente son, simplemente, banderas demasiado imperfectas como para seguirse ciegamente. Algunos correrán tras ellas, es cierto, pero parece más necio que necesario para las futuras generaciones condenarse a una guerra y a un sufrimiento prolongados sin siquiera una pausa crítica; sin volverse hacia historias interconectadas de injusticia y opresión, sin intentar una emancipación común y una mutua ilustración. La satanización del otro no es base suficiente para ningún tipo de política decente; menos ahora, cuando ya pueden mencionarse las raíces de terror, injusticia y miseria, y cuando es posible aislar fácilmente, disuadir o inutilizar a los terroristas.

Esto lleva paciencia y educación, pero esta inversión vale más la pena que aun mayores niveles de violencia y sufrimiento. Los prospectos inmediatos son hacia la destrucción y el sufrimiento a muy grande escala, con los políticos estadunidenses ordeñando las aprensiones y ansiedades de sus circunscripciones, con la cínica seguridad de que pocos intentarán hacer campaña contra el patriotismo ardiente y el beligerante guerrerismo que por tanto tiempo ha pospuesto la reflexión, el entendimiento, e incluso, el sentido común.

Pese a todo, aquellos quienes tenemos la posibilidad de alcanzar a la gente que está dispuesta a escuchar -y hay tanta gente así en Estados Unidos, Europa y Medio Oriente, al menos- debemos tratar de hacerlo de manera tan racional y paciente como nos sea posible.

Traducción: Gabriela Fonseca