MIERCOLES Ť 19 Ť SEPTIEMBRE Ť 2001
Javier Aranda Luna
La censura y el principio de la guerra
Dios no ha muerto. Federico Nietzsche decretó su muerte en vano. Todos los adelantos científicos y tecnológicos no han logrado mermar la fe ni erradicar el fanatismo de la faz de la Tierra. La presencia de la divinidad es tan fuerte hoy como hace dos mil años. Su nombre es Buda, Alá, Yahvé, Jehová, Cristo, da igual: en ese nombre se forman ejércitos y se esparcen calaveras. Si el terrorismo es el inicio de lo que serán las guerras del futuro, como dijera el presidente de Estados Unidos, George W. Bush, la religión será el más poderoso ingrediente de la política mundial en los próximos años.
Y como Dios no ha muerto, la guerra santa no ha terminado. La que vivimos hoy en nada difiere de sus antecesoras salvo en, gracias a la globalización, su capacidad destructiva. La lucha es contra el mal. Y el mal habita, siempre, en el otro (aunque con él hagamos negocios y utilicemos sus bancos). Se ha dicho hasta el cansancio que los movimientos culturales son los que definen el rumbo de una sociedad. Y, con esa misma constancia, parecemos ignorarlo. Sólo así entiendo el desarrollo de esos grupos de fanáticos que proliferan por doquier y que en esencia poco difieren entre sí: todos buscan eliminar al otro, al diferente, al extraño.
Los skinheads, algunos grupos de católicos y protestantes irlandeses y el grupo Pro Vida son, como los talibanes, nuevos brotes de viejos males. Si esos grupos difieren en sus representaciones del mundo, coinciden en los métodos de su intolerancia: censuran porque creen que deben pensar por los demás. Ellos, pueblo escogido, están ciertos de tener la autoridad para transformar al mundo. Con violencia si es necesario. Los atentados terroristas de hace una semana en Estados Unidos son la expresión brutal de esa actitud.
No olvidemos que la intolerancia extrema nunca llega de golpe. Lleva años su formación. La precede la censura y una serie de manifestaciones culturales que algunas veces pueden parecernos chuscas. Los talibanes, los nuevos intérpretes del Corán, se dieron a conocer al mundo, en buena medida, porque los partidos de futbol que se jugaban en Afganistán debían hacerse con pantalones largos, como lo dejó ver, hace algunos años, una fotografía del London Times. Algo nada extraño en un país donde la única parte visible del cuerpo de una mujer son los ojos.
Después nos dimos cuenta de manera paulatina de la otra cara de esa simple chusquería: la mutilación genital de las mujeres, la destrucción de los gigantescos Budas de Bamiyán, derribados a cañonazos, el control absoluto de la radio y la televisión, la prohibición del cine, teatro y de autores como Freud, Marx o Darwin, desde el ascenso de los talibanes al poder en Afganistán, en 1996.
Decía al principio que la religión podría convertirse en el ingrediente principal de la futura política del mundo. Ingrediente peligroso. ƑNo estuvo en las manos de un grupo de sacerdotes islámicos la decisión de estallar o no la guerra en Afganistán?
Las formaciones culturales deben fomentar la democracia, no combatirla. En nada ayuda a la tolerancia la censura de filmes, el cierre de exposiciones, la destrucción pública de obras por quienes se dicen agredidos por ellas. El arte y la cultura son los mejores termómetros para medir la salud de las sociedades democráticas. La falta de la libertad de expresión es la antesala del infierno, el preámbulo de los regímenes totalitarios, el principio de las guerras santas. Mantenerla en buen estado debe ser el pan cotidiano y la sal de todos los días.