miercoles Ť 19 Ť septiembre Ť 2001

Luis Linares Zapata

Las derivadas de la integración

Una no finiquitada discusión va retomando, a hurtadillas, el ámbito público: la integración de México al área estadunidense y las múltiples consecuencias derivadas de ese proceso vital. Los terribles acontecimientos del 11 de septiembre en Nueva York y Washington la han actualizado, aunque sus detalles aún permanecen en la trastienda en espera de su debate final. Los sonoros y abrumadores tambores de guerra, y los iniciales, pero crecientes llamados a la tranquilidad, el examen racional y la generosidad desde el poder imperial los ocultan a los ojos críticos que, preocupados por ahora, se empeñan en detallar las respuestas que para Estados Unidos traerían los impulsos de venganza, la cual muchas veces es ciega, torpe, indiscriminada y hasta criminal.

El espectáculo a todo color que la televisión introdujo en cada hogar del planeta ha logrado ensanchar, de manera por demás violenta, el significado de la globalización. Cada hombre o mujer del planeta sintió, en carne propia, los sustratos básicos de terrorismo y su miedo como un sentimiento sobrecogedor del mal. Un mal ubicuo, impersonal, pero concreto y cercano. Hoy se discute sobre los compañeros que lleva en su viaje para convertirse en el huésped incómodo y dramático que tendremos en la vida cotidiana. Igualar con terrorismo a todo aquel que lo financie, lo aliente o lo proteja conducirá, inevitablemente, a extenderlo hasta a quien lo induzca, lo defienda, estudie o justifique. Quedarán implicados pueblos enteros, naciones, ideologías, posturas religiosas, instituciones y leyes. Nada quedará a salvo de sus ramificaciones y todo será sujeto de sospecha. Los derechos humanos, las libertades individuales y colectivas, que tanto penar ha costado establecer como paradigmas de la civilización, tienen, súbitamente, un contrincante de consideración, a menos que, de inmediato y con la energía suficiente, se levanten y dejen oír las voces que las defiendan con la razón y la imaginación, con la valentía y el ardor suficientes como para hacer recular a esas fuerzas que la pasión o la ira desatan.

De ahí la dificultad de interiorizarse en los significados y ramificaciones de la integración estadunidense que, con variados instrumentos y medios, los mexicanos han ido votando día con día y desde hace ya mucho tiempo. Empezó con la imitación de formas de organización política extraídas de la Constitución estadunidense y le han seguido las innumerables relaciones comerciales que se han dado a través de dos siglos enteros. Lejos han quedado los acontecimientos desagradables e injustos que tan caros fueron para este país. Las invasiones, las pérdidas de territorio, muertes, conspiraciones y frustradas empresas son una parte de ese pasado que, sin embargo, aún alimenta el resentimiento y la desconfianza hacia el vecino. Pero frente de ello y para actualizarlo, se empezó la larga y abigarrada marcha hacia el norte que no recala en clase alguna ni postura ante la vida específica. Los de abajo, el México profundo, lo sustentan miles, millones de personas que se fueron en busca de una vida digna que aquí se les negó. Abrieron así anchas avenidas por las que van y vienen recursos, ánimos constructivos, oportunidades, música, educación y multitud de productos culturales enriquecidos. En fin, los intercambios más nutridos y complejos que nación alguna tiene con otra en el mundo. 18 millones de mexicanos viven en Estados Unidos, 7 u 8 por ciento del total de su población, con 6 a 8 mil millones de dólares en remesas anuales atadas, creciente poder decisorio y una solidaridad ejemplar para con sus lugares de origen y familiares dejados atrás. Ello le da profundidad a esa voluntad integradora. La misma frontera, antes línea divisoria o herida abierta, se ha ensanchado hasta cubrir un amplio territorio varias veces mayor que México, donde se desarrolla y nutre una realidad, aún en busca de su identidad, pero distinta a la prevaleciente, que amortigua diferencias y enriquece los intercambios. Lo siguieron las elites que, al formalizar el TLC, no sólo firmaron un tratado comercial, sino que tendieron un cordón trasmisor de imaginerías e intereses que cubren, y sobre todo ocasionarán, una gama tan amplia de actividades y productos como son las mismas aventuras humanas. 90 por ciento del comercio externo se va a Estados Unidos. Y no se trata solamente de una prédica con falso orgullo malformado, sino de asentar, con fríos números, una intrincada relación que dará pie a otros convenios, rituales y nuevas costumbres, para solidificar ese proceso de conjunción en marcha. Nada de todo esto implica, como necesarias, subordinaciones incondicionales o indebidas; casi todo obedece, se quiera o no, a reglas, correlaciones de fuerzas, omisiones, torpezas, capacidades de diseño y acción por parte de los actores, los cuales van dando forma, sentido y contenidos específicos. No es conveniente, ni esclarecedor, en estas difíciles circunstancias, seguir argumentando pasados errores y crímenes como obstáculos y trabas para ignorar, desconocer o aminorar un fenómeno que tiene los ingredientes necesarios para ser catalogado como positivo e indetenible. No por mero azar de los necesitados, indolencia de las clases medias o entreguismo de los de arriba, sino porque así lo han construido las naciones (incluido Canadá). Por ello no se puede esperar que Estados Unidos sea una válvula de escape permanente a las incapacidades de los mexicanos para dar cabida a todos sus ciudadanos, ni una ayuda urgente para los momentos de desasosiego y quiebras recurrentes sin la contraprestación que corresponda. Las formas y modalidades de la cooperación son variadas. Algunas veces con la solidaridad declarativa basta; en otras hay que ir a todo lo largo del espectro socioeconómico-político y hasta militar, pero exigiendo siempre el mayor respeto a las dignidades de cada quien.