MIERCOLES Ť 19 Ť SEPTIEMBRE Ť 2001

Adolfo Gilly

La guerra contra el color de la tierra

El terrorismo, es decir, la acción violenta de un pequeño grupo, no sólo sustituye a aquellos cuyos agravios dice representar o vengar, sino que paraliza la organización de los oprimidos y los agraviados y los expone a represalias sin cuento por parte de los poderosos. El terrorismo es injustificable, más cuando cobra víctimas inocentes, pe-ro no es inexplicable. No es sólo el recurso de los fanáticos, es también el arma última de los desesperados y la guerra de los acorralados.

Por eso no es suficiente condenar al te-rrorismo y lamentar sus víctimas. Es necesario además comprenderlo y explicar su existencia. El ataque contra las Torres Gemelas y el Pentágono es hoy un trágico emblema de la globalización. Esas estructuras son símbolos, a escala global, de la mayor concentración de poder militar y económico que el mundo haya conocido. El ataque destructor tiene una dimensión simbólica, con opuestas cargas de valor, hasta en el último rincón del planeta. Esa destrucción simultánea es un manifiesto sangriento que no necesita traducción; es entendido de inmediato en todas las lenguas del mundo, hasta en las más recónditas, hasta en aquellas amenazadas de ex-tinción por esta modernidad del dinero y de las armas.

En nada lesiona este atentado al poderío material de ambos poderes, el militar y el financiero. Al contrario, será pretexto para concentrar ese poderío y volcarlo en políticas de venganza, ahora legitimadas a los ojos de muchos. Para avizorar el tamaño de esa venganza en ciernes es preciso medir en toda su magnitud la dimensión simbólica de la humillación sufrida por esos poderes gemelos, no sólo ante sus adversarios y víctimas, sino también frente a sus aliados y socios, que al menos desde la Segunda Guerra Mundial vienen siendo tratados con condescendencia, cuando no con soberbia. Temamos pues esa venganza y, en lugar de alentarla, tratemos de apelar desde este México de la larga paciencia a las reservas de compasión y sensatez existentes en los más diversos estratos de la nación vecina y en su ciudad universal, Nueva York. Ellos y sólo ellos pueden ahora detenerla o amortiguarla.

Duro será decirlo, pero ese terrorismo encuentra hoy legitimidad y apoyo social en millones y millones de oprimidos, expoliados, hambrientos y humillados en todo el mundo. Es la venganza del otro lado, el desquite de un odio difuso y acumulado por generaciones. Es el resultado de una historia de agravios reales y hasta imaginarios, de opresión, despojos, bombardeos y desembarcos, de apoyos recibidos por sangrientos déspotas y dictadores locales, de más de setenta intervenciones militares del Pentágono en diversos países desde la Segunda Guerra Mundial, de préstamos forzados, intereses de usura y deudas impagables.

De nada de esto son culpables quienes fueron asesinados en las Torres Gemelas, pero ese sentimiento difuso es casi una fuerza material que da una turbia legitimidad a los atentados. Si no se comprende que es ese universo muy real, y no el dinero de un misterioso millonario, el que engendra terroristas suicidas y místicas de venganza, entonces no se podrá buscar justicia ni restablecer equilibrios, sino responder al odio con el odio. Es un ciclo clásico que, en la globalización, adquiere di-mensiones y dinámica infernales.

Quienes gobiernan a Estados Unidos ni lejanamente parecen comprenderlo. Dicen preparar una guerra contra "el mal", una especie de exorcismo armado o de limpia global. Nadie queda a salvo ante este lenguaje propio de una guerra de religión. Contra quién será esa guerra, nos preguntamos todos. Todos los gobiernos del mundo, hasta el mismo Kadafi, parecen haberse alineado del lado del "bien" y junto a Estados Unidos. ¿Quién queda pues del otro lado? ¿Van a bombardear a Afganistán? ¿Van a cobrar en sus montañeses, también oprimidos por los talibanes, una deuda de sangre? ¿Van a hacer un escarmiento en otra parte? ¿Es que hay "naciones rehenes" que deben pagar por lo que hagan las organizaciones terroristas?

Este es el mundo en el que hemos entrado. La globalización, lejos de ser la paz, amenaza ser la globalización de la violencia. Son nuevas las reglas y los desafíos, y todavía no conocemos ni las unas ni los otros. Como decía el general Charles de Gaulle en 1940 acerca de Francia, hoy Estados Unidos está imaginando combatir con una guerra de retraso, como si esto fuera la Guerra del Golfo.

La guerra que se preparan a iniciar es diferente, aunque ellos no lo sepan. Es una guerra contra todos los que tienen el color de la tierra, contra los que no son como se imaginan así mismos ellos, los estadunidenses. Es una guerra contra quienes tienen ideas, éticas, religiones, modos de vi-vir y de imaginar diferentes a los de ellos. Es una guerra sin frentes y sin fronteras, contra un mundo inmenso e impenetrable, incomprensible para ellos, que habla lenguas extrañas y, por miles de millones, sigue viviendo junto a la tierra y la lleva en sus costumbres y en el color de la piel. Es una guerra contra "los condenados del mundo", como hubiera dicho Franz Fanon. En esa guerra no hay victoria posible para nadie.

México tiene que volcar todo su peso, su fuerza estratégica, su posición geopolítica contra quienes nos llevan a esa guerra, los dueños del terror y de las armas de uno y otro bando. Sí, Estados Unidos hoy necesita a su vecino México, pero no para apoyar la venganza de sus gobernantes sino como un factor de paz, equilibrio, cautela, larga paciencia y sensatez. No es ésta la actitud ni la política internacional del actual gobierno mexicano. De otros rumbos de país y de su sociedad tendrá que venir la reacción para volver a la política exterior mexicana a sus puntos históricos de equilibrio: la soberanía, la autodeterminación, la no intervención, el petróleo, el territorio y sus pueblos originarios, esos que también son de color de la tierra.